Foto: Alejandra López
Rodolfo Enrique Fogwill
(Buenos Aires, 1941-2010)
La primera carta de Fogwill que recibí
en Barcelona está fechada el 11 de octubre de 1983. Yo le había escrito un par
de semanas antes porque había leído sus tres primeros libros de cuentos (Mis muertos punk, Música
japonesa y Ejércitos imaginarios)
y me habían impactado. En esa primera carta, de respuesta, Fogwill decía más o
menos hacia la mitad:
Hay
tres preguntas en tu carta que me gustaría responder: (...) por qué no metí la
de tul. No la puse porque la había metido en Música japonesa, que había editado Belgrano poco antes.
Otra pregunta tuya, “¿Sos loco vos?”, interrogabas. No: no soy loco. Pero no
soy boludo y vengo de un oficio donde se juega en serio y no por chirolas;
entonces no puedo metabolizar las pavadas de los perritos del mundo literario,
ni sonreirle a las señoras de los perritos, ni tratar como a personas a los
coroneles equises, ni a los pezzonis, delgados, lafforgues y boludos de turno.
De todos modos igual escribo. ¿Leíste La reina de las nieves de Gandolfo, La luz argentina de Aira, El mundo ha vivido equivocado de Fontanarrosa, y Matando enanos a
garrotazos de Laiseca...?
Nunca se acordó, Fogwill, de la
tercera pregunta que yo le había hecho. Esta primera carta de página y media,
abigarrada, escrita a máquina, a un espacio, y en una sola hoja -que después Fogwill
dobló en cuatro y pegó con engrudo en los bordes-, tiene en lo que vendría a
ser el frente del “sobre” un par de cosas manuscritas, entre ellas “aerea de
avión” y un dibujo de dos avioncitos.
Después de esa primera carta, excesivamente
cordial por ser él, creo que nadie me trató nunca tan mal como Fogwill en
algunas de las cartas siguientes. Pero también es cierto que supe muy pronto
que con él a veces había otra instancia.
El 16 de noviembre de 1983, en carta dirigida como casi todas a “Juan Carlos
MartiniDeal” (Sic. En alusión, imaginé siempre, a Martini Real) Fogwill me
decía:
A
mí, mantener correspondencia me rompe las pelotas de una manera que allí,
metido en el olor a toalla húmeda y a lengua catalana en otoño no creo que
puedas alcanzar a concebir. En general, me quiebra las pelotas, los huevos,
todo. Pero mucho más me revienta los cojones mantener correspondencia con gente
que escribe con tanta prolijidad, cinta nueva en la máquina, presión balanceada
en los tipos, imprevisión probabilísticamente calculada en los adjetivos, subas
y bajas estratégicamente planificadas en la extensión de los períodos y en la
tensión -supuesta- del aliento que se echa sobre la frase. Correspondencia
con esos, como vos, es como visitar casas de ricos, pero al revés: es como si
los ricos llegaran a tu casa trayendo sus mucamas y su cocaína. En el final
de esa misma, larga carta Fogwill decía: ¿Quién
es Kennedy Toole? Hablando de autores: ¿Leíste El entenado de Saer? Es un hermoso cuento convertido en
novela por un recurso evocativo, pero es de lo mejor que se ha visto en estas
pampas, también húmedas, pero sin olor a toalla mojada.
En 1984, de vuelta en Buenos Aires,
trabajé algunos meses como asesor en Bruguera argentina y publiqué en la misma
editorial que le había rechazado a Fogwill Los
pichiciegos un libro con tres largos relatos, Pajaros de la cabeza, en los que apuntaba hacia la novela. Pero para mí
fue siempre, por sobre todas las cosas, un cuentista fuera de serie. La segunda
instancia de la relación que sostuvimos personalmente duró más o menos un año. Vivíamos
muy cerca: Fogwill en Arenales 2669 y yo en Juncal y Larrea. Así que nos
veíamos casi a diario. Difícil de olvidar el cuartito en el departamento de su
madre en el que escribía. El desorden era completo. Pero lo que más me llamaba
la atención era la IBM eléctrica en la que escribía casi sin tinta porque no
podía pagar una cinta nueva, el teclado lleno de restos de marihuana, y casi
todo manchado de café o mate.
Antes de eso, el 4 de enero del ‘84,
Fogwill me había mandado a Barcelona Los
pichiciegos recién publicada, al fin, por Ediciones de la Flor. La
dedicatoria, manuscrita en el reverso de la tapa, dice: Es mi deseo para el nuevo año que vos y todos los tuyos puedan hacer
obras como la presente, que te obsequio. El autor -lo conozco- es un muchacho
de aquí (Buenos Aires, África Sud-Occidental) que promete mucho, y, a veces,
cumple. ¿Entenderás la letra? ¿Te gustará la música? Feliz Año y va carta por
separado.
Primera edición de Los Pichy-cyegos (Ediciones de la Flor,
1983)
Las cartas tardaban, a veces, tres
semanas. En la carta anunciada en el reverso de la tapa de Los pichiciegos Fogwill decía: Por
correo aparte va un libro, que dice que por correo aparte va esta carta, es notable,
como las cartas engrudadas y los libros mal escritos se transforman en
metalenguajes, uno de otros, refiriéndose permanentemente entre sí, pero por
correo aparte. En ese bosque de confort, lujuria y porros free, vos: ¿qué? Si
vieras la
democracia... Hay un gran escritor, el coronel O’Donnell, que
se ha hecho cargo de la secretaría de cultura de la municipalidad de baires y
ha dispuesto suprimir la ordenanza que impedía la exhibición de tu vida entera,
pero siguen en pie las ordenanzas que impiden la exhibición pibica (sic) de la pija entera, y, como cabe esperar del
Kerensky de Chascomús, siguen en pie las ordenanzas que regulan la vida del
país en función de los acuerdos con el FMI.
No me gustó la primera novela que
publicó Fogwill. Mal escrita, y mal leída, Los
pichiciegos es un texto de urgencia urdido sobre el doble reverso de una
idea de patriotismo que aborrecía y sobre la humillación de un montón de
muchachos abandonados por jerarcas militares en el escenario en el que serían
masacrados, física y moralmente. La intuición y el estímulo no le fallaron a
Fogwill: ese era el tema. Pero se perdió en la misma cueva que sus personajes.
Obvio: no me atreví en aquellos
primeros días de 1984 a
decirle a Fogwill que Los pichiciegos
no me había gustado. Le dije en cambio que venía demorado y que estaba en la
página 101. Su respuesta fue clara:
Bichito:
(...) No sangro ni hay más herida que esa
frase de tu carta que cito textual porque estoy persuadido (Alfonsín siempre
dice “persuadiado”, como si estuviese convencido de una idea percudida, o
perfumante) de que no guardás copia de tus cartas a mí, creyendo de que, o
creyendo que, yo iría a guardarlas para que alguna puta vez salieran aquí en el
escarabajo guaraní, o en el lagrimal trailateral (sic). Pues no: no guardo
nada. Me dolió esa frase tuya: “ahí estoy, creo que en la 101”, referida a la página, y precedida por una cita de un tal
Don Jacques, lo que me lleva a preguntarte: ¿leiste ya, sentiste una en la
ciento una? Pues bien: sentí esta otra: “MARTINI ERES UN GALLEGO”. Arturo
Capdevilla.
Sobre de una carta de Fogwill
Fogwill fue idéntico a sí mismo desde
que comenzó a publicar sus libros, en 1979, hasta el día de su muerte, el 21 de
agosto de 2010. Al pie de la letra, Fogwill fue intuitivo, pródigo y versátil;
y también narcisista, arbitrario, y fascistoide. Fogwill fue un desaforado. ¿Admirable?
¿Siniestro? Letal ingeniero de caminos, Fogwill. Tanto que hasta los escritores
y los críticos peor tratados por él cerraron filas a la hora de su muerte para
escribir las oraciones más desviadas de la literatura argentina.
Como lector, en los comienzos de los
años ’80 Fogwill detestaba sobre todo a Hermes Villordo, Asís y Soriano. En los
últimos años arremetió contra escritores argentinos que publican en Anagrama: Alan Pauls, Martín Kohan y
Andrés Neuman entre otros. También hacia el final salpicó elogios para Ricardo Piglia y un
puñado de jóvenes encabezados por Carlos Busqued. Y sostuvo la defensa de Saer,
Aira, Laiseca, Gandolfo y Briante. Pero todo esto no tendría casi ningún
interés si no hubiera algo en la obra de Fogwill que lo rescata. No sé ni puedo
saber si fue un buen poeta. Y como novelista no alcanzó relieves infalibles.
Pero fue, seguro, un cuentistra excepcional. Y vale decir, con el signo que
se prefiera, que, como Borges o como Aira, su obra constituye un sistema en sí
mismo.
Más
allá de esto, Fogwill, como todo personaje fuera de escala, no tiene herederos.
* La primera versión de esta crónica se publicó hace un par de años en el blog de Eterna Cadencia.