164. Apostillas: La literatura policial II

          En 1986, hace 25 años, Jorge B. Rivera publicó en Eudeba El relato policial en la Argentina, una antología crítica centrada en las tendencias que en aquellos años Rivera reconocía en los cuentos y autores seleccionados: Walsh, Pérez Zelaschi, Goligorski, Martini, Manzur, Gandolfo y Saccomanno. Mirada desde hoy se advierten algunas ausencias. Para mencionar sólo la más evidente: La loca y el relato del crimen de Ricardo Piglia, que había ganado un concurso de cuentos policiales en 1975 y que el autor se negó a reeditar en esa antología. Pero más allá de esta y de un par de otras incógnitas la selección de Rivera es una lectura del estado y de la influencia del género en la literatura que va de los años ’50 a los ’80. La edición incluía una encuesta y la última pregunta era: ¿Cree que es posible una narrativa policial argentina? Mi respuesta a esa pregunta me valió durante años el reproche de otro especialista: Jorge Lafforgue, autor junto con Rivera del ensayo central Asesinos de papel. Dije, en 1986: Pienso que el paso de algunos autores argentinos por la literatura policial no es más que episódico o experimental.
          En 1993, apenas 7 años después de aquella antología, Lafforgue, que entonces dirigía una colección de policiales argentinos, La Muerte y la Brújula, publicó una nueva antología preparada ahora por Piglia: Arlt, Borges, Cortázar y otros, Las fieras (Clarín/Aguilar). El criterio de Piglia fue también el de la incidencia o impacto del género en escritores que no eran autores de policiales. De la selección de Rivera sólo reapareció en la de Piglia el siempre alternativo y notable Elvio Gandolfo, y junto a Bioy, Di Benedetto o Conti incluyó a Miguel Briante.
Lafforgue, Piglia y Martini en una presentación de La Muerte y la Brújula, CCE, ex ICI, 1993

          Ninguno de los autores presentes en esas antologías fue o es autor sólo de novelas y cuentos policiales. La aparición de Manual de perdedores de Juan Sasturain y de Siroco de Vicente Battista en 1985 postergó una década la influencia de escritores que, matiz más o menos, sí han permanecido en el género.
          La novela negra argentina apareció en los años ’70 con Triste, solitario y final de Soriano (1973), El agua en los pulmones de Martini (1973), Noches sin lunas ni soles de Rubén Tizziani (1975), La mala guita de Leonardo Moledo (1976) y Últimos días de la víctima de Feinmann (1978) entre otros. Ninguno de ellos, tampoco, ha permanecido exclusivamente en el género.
          Borges y Bioy dirigieron El Séptimo Círculo entre 1945 y 1955 o 1956. Después la serie recayó en manos de un editor de Emecé. La colección en aquellos años parece una celebración de Nicholas Blake (pseudónimo del poeta inglés Cecil Day-Lewis, padre también del actor Daniel Day-Lewis), James Cain o John Dickson Carr con lujos como la publicación de las oceánicas La piedra lunar y La dama de blanco de Wilkie Collins. Y más allá de discutir si Borges y Bioy la dirigieron hasta el número 120 o hasta el 139 (a este punto llega la falta de documentación sobre una colección fundamental) uno piensa que la inclusión de una novela de María Angélica Bosco (La muerte baja en el ascensor, N° 123) fue obra de ellos. También la publicación del rioplatense Enrique Amorim y, es claro, la primera edición de Los que aman odian que Bioy y Silvina Ocampo escribieron, según quiere la leyenda, en el Viejo Hotel Ostende. Manuel Peyrou redondea un brevísimo listado de escritores locales.
          La Muerte y la Brújula, dirigida en los ’90 por Lafforgue, no llegó a los 10 títulos: imaginada sobre todo para kioscos dada la participación del diario Clarín nadie imaginó que si algo no controlaría Clarín para estos libros serían los kioscos, y el esfuerzo representó un fracaso comercial. En esta colección Lafforgue publicó libros de Walsh, Feinmann, Sinay, Manzur, Sasturain y un volumen de cuentos inéditos hasta entonces de Arlt: El crimen casi perfecto.
          Entre las colecciones que no superaron los primeros títulos también cumplió una función de relieve la Serie Negra que dirigió Piglia para la editorial Tiempo Contemporáneo en los primeros años ’70 al habilitar el género para una generación de escritores que apenas habían publicado sus primeros libros.
          Desde hace un par de años una nueva colección dirigida por Sasturain va sumando también sólo autores argentinos: es Negro Absoluto y en ella participan el siempre presente Gandolfo, Osvaldo Aguirre, Leandro Oyola, Juan Terranova y otros. El porvenir es todavía incierto.
          Las colecciones Rastros, El Séptimo Círculo, Serie Novela Negra (Bruguera), y Club del Misterio, en la Argentina y en España, cumplieron con su periodicidad. El Séptimo Círculo y el Club del Misterio mezclaron las dos corrientes más fuertes del policial: el enigma y la serie negra. En casi todas se dio albergue a escritores locales, pero su presencia terminó siendo testimonial: los escritores en lengua castellana leen policiales, a veces se dejan tentar por el género y escriben alguna novela o relato, pero no se quedan ahí. Utilizan el género, mejor, para conseguir una de las claves de toda novela, policial o no: el tejido de la tensión necesaria, o suspenso, que la narración siempre requiere y que Patricia Highsmith ha descrito tan justamente en su libro Suspense.
          Quizás las colecciones de literatura policial cumplan esa función: iluminar las posibilidades del género para contar la cara casi siempre oculta de la corrupción y el asesinato o para ilustrar sobre la condición policial de las sociedades en que vivimos: correlatos novelescos del perfil siempre sucio de la legalidad cuando la legalidad es un instrumento para justificar lo injustificable.        
Guillermo Martínez, Osvaldo Soriano, Ricardo Piglia y Juan José Saer, para no ir más lejos, han pasado una y otra vez por el policial y no han publicado en colecciones de género. Así lo han hecho desde hace mucho en el mundo Ross McDonald, Donald Westlake, Manuel Vázquez Montalbán, Henning Mankell, Leonardo Sciascia, Ruth Rendell o Andrea Camilleri.
          Hoy ya no existen en Argentina colecciones de impacto como la mayoría de las señaladas. Y con ellas ha desaparecido la posibilidad de abordar el policial con perspectivas históricas y de leer lo que se produce en otros países.
El uso de las propiedades del género es útil para contar todas las historias y se ha extendido más allá de las fronteras literarias: hoy gobierna casi todos los relatos del cine estadounidense y de la televisión, del comic y del periodismo: una crónica de hechos reales, una historia de amor, otra de super héroes y otra de aventuras médicas, todas, responden muchas veces a una lógica interna que tiene que ver con la construcción del relato que hace el policial.

163. Apostillas: La literatura policial I *

          Hace un tiempo hablábamos con Silvia Hopenhayn de 1280 almas de Jim Thompson para un programa de canal (á). La relectura de la novela me sacudió recuerdos y algunas preguntas sobre el policial.
          Jim Thompson, hijo de una india cherokee y de un sheriff corrupto que lo abandonó a los dos años nació en Oklahoma en 1906 y murió en California en 1977. Tuvo infinidad de pequeñísimos trabajos con los que se fue ganando una vida magra. Se casó a los 25 años y fue padre de tantos hijos que su mujer lo obligó a hacerse una vasectomía. A los 27 empezó a leer a Marx, entre 1936 y 1938 militó en el Partido Comunista y a partir de 1951 fue perseguido por el senador Joseph McCarty. En 1956 se mudó de Nueva York a Los Angeles. Tuberculoso, alcohólico, infiel y desordenado, sin embargo su mujer se negó siempre a divorciarse. Publicó relatos y novelas pero su nombre comenzaría a afianzarse cuando viajó a París, en 1970, y la Serie Negra de la editorial Gallimard, dirigida por el legendario Marcel Duhamel, festejó su N° 1.000 con 1280 almas, una de las mejores novelas de Thompson publicada en 1964. Una de las curiosidades de la edición francesa traducida por el propio Duhamel es el cambio de título: 1275 âmes.
          Duhamel no sólo consagró en Francia y en Europa a escritores como Jim Thompson, Horace McCoy y Chester Himes: selló con el nombre de su colección, Série Noire, a un género propio del siglo XX, el policial que Dashiell Hammett había inaugurado en la revista Black Mask con su novela Cosecha roja (1929) y que hasta el momento en que Duhamel inició la colección de policiales de Gallimard en 1944 se había llamado Hard boiled.
          Nick Corey es el sheriff de Potts County, un pueblito de 1280 almas (no se cuentan negros) que elige siempre a su funcional jefe de policía, un hombre como Nick, que se hace el estúpido y que nunca ve lo que debería ver. De esta manera el pueblo vive en paz: los delincuentes son los negros, los blancos tienen su prostíbulo y sus negocios, y las blancas hacen el trabajo de todo el mundo empezando por el de sus maridos, que si no las muelen a palos. Pero Nick Corey no es un tarado. Lo parece, y habla como tal, pero su inteligencia es poderosa y su propia corrupción (como la del padre de Jim Thompson) lo lleva a recaudar coimas, golpear a inocentes y a matar a quienes lo molestan.
          Una de las novedades que introduce aquí Thompson es que el delincuente ya no es alguien buscado por un detective capaz de descubrir cualquier misterio, ni un marginal de un sistema clasista y excluyente: el criminal, en 1280 almas, es el jefe de policía, quien cuenta además la historia en primera persona. En esta novela Thompson no se privó de nada, ni siquiera de situar la acción en 1905 y declararse a favor de la caída del zarismo.
          Antes de su traducción al castellano ya el libro figuraba en España entre las diez mejores novelas policiales del género. Su aparición en 1980 en la Serie Novela Negra de la editorial Bruguera (Barcelona) ratificó con holgura tanta consideración.
          La dirección de esta colección fue el primer trabajo con continuidad que tuve en Barcelona a partir de 1976. Publiqué, hasta que en 1983 me fui de la editorial, 82 novelas y escribí los prólogos de las primeras 50. Me di el gusto de editar todos los libros de Hammett y de Raymond Chandler, y lo mejor de la novela negra hasta ese momento, empezando por Ross Macdonald, pasando por Chester Himes, David Goodis y Horace McCoy, y terminando por Maj Sjöwall y Per Wahlöö, un matrimonio sueco que escribe en colaboración.
          Entre los autores en lengua castellana estuvieron Osvaldo Soriano, Mario Lacruz y Juan Madrid entre otros. Entre los traductores argentinos se puede recordar a J.R. Wilcock, Homero Alsina Thevenet y Marcelo Cohen.
          Jim Thompson murió convencido de que su obra sería reconocida por la posteridad, esa rareza con la que ya pocos escritores sueñan. Pero Thompson no se equivocó. Allí están sus novelas. Y también las películas que se hicieron sobre ellas y los guiones que escribió. Comenzó trabajando en 1955 para Stanley Kubrick (Casta de malditos y La patrulla infernal). La idea original de la serie de TV Ironside le pertenece. Y sus novelas The Getaway (La huida) dirigida por Sam Peckinpah, The Grifters (Los tramposos) dirigida por Stephen Frears, y una rara adaptación francesa de 1280 almas realizada por Bertrand Tavernier (Coup de torchon o Más allá de la justicia) que sitúa con solvencia las cosas en una colonia francesa en África y en el año 1938.
          Una colección de género como la Série Noire permite recuperar la tradición, explorar los desarrollos en otros países, incluir autores del país y crear trabajo para traductores y otros colaboradores. En la Argentina, hasta los años ’60, existieron dos colecciones de género relevantes: Rastros (Acme Agency) y El Séptimo Círculo (Emecé), dirigida por Borges y Bioy Casares.
          ¿Es posible hoy pensar en una literatura policial argentina sin colecciones de género que la sostengan?
* Recuperación de un pequeño ensayo que se publicará aquí en dos partes y editado por primera vez hace un par de años en el blog de Eterna Cadencia.

162. Carrera espacial 1958-1963 (Posters)

Conquer space!
Fatherland! You lighted the star of progress and peace. Glory to the science, glory to the labor! Glory to the Soviet regime!
Glory to the Soviet people – the pioneers of space!
With Lenin’s name!

161. Vida Real: Armar la Estatua de la Libertad

Unboxing the Statue of Liberty, 1885
In 1880, the iron framework for the tower was begun in the yard of Gaget, Gauthier et Cie, and over the course of about 3 years the inner structure and outer skin were assembled piece by piece to Liberty's full height of 151 feet.
The statue was completed in Paris in June 1884, presented to America by the people of France on July 4, 1884. The statue was dismantled and shipped to US in early 1885, transported by the French frigate "Isere". The finished statue consisted of 350 individual pieces shipped to the US in 214 crates. 
179,200 pounds (81,300 kilograms) of copper was used in Statue. 250,000 pounds (113,400 kilograms) of iron. Total weight of the Statue is 450,000 pounds (225 tons). The thickness of Copper sheeting is 3/32 inch (2.37mm), about the thickness of a penny.

159. Besos de verdad

Foto: Aldred Einsestaedt

Foto: Victor Jorgensen

* Un beso no se da sólo una vez.
   Hace unos días, buscando discos de jazz para prestarle a mi hija, encontré Now is the Hour (1996) de Charlie Haden con su Quartet West. En la tapa del álbum está El beso de Times Square. Eso lo recordaba. Lo que no recordaba o no sabía es que esa toma no es la consagrada. La fotografía original, sacada el 14 de agosto de 1945 por Alfred Eisenstaedt para la revista Life, muestra a un marine besando intensamente a una enfermera en plena calle. Él le sostiene la nuca con el brazo izquerdo, se inclina sobre ella de modo que la chica quiebra hacia atrás la cintura, la sostiene también de la cadera con su mano derecha, y la besa. En esta foto se ven las piernas completas de la enfermera, y no es la que está en la tapa del álbum del disco de Charlie Haden.
     La que está en la tapa es otra toma obtenida en el mismo momento desde la derecha de Eisenstaedt con otra cámara: la de Victor Jorgensen, fotógrafo de la marina de Estados Unidos, que pocos días después apareció en el New Tork Times. Las piernas de la enfermera que, se supo a principios de los años ’70 del siglo pasado, se llamaba Edith Shain y tenía 27 años, no se ven enteras. El beso de Times Square, anterior en cinco años al del Hotel de Ville, es uno de los dos o tres besos más recordados de la historia y lo simboliza todo: el patriotismo, el modo de vida americano, y la pasión. Por eso es inolvidable. Por eso a la gente no le importa que haya más de una versión. Y menos aún las hipótesis que hablan de una producción, de una fabricación con actores de ese beso para la historia.

Foto: Robert Doisneau. Hotel de Ville

Foto: Robert Doisneau. Otro beso


* El beso del Hotel de Ville fue tomada en París, en 1950, también para Life por el fotógrafo Robert Doisneau (de quien se vio una muestra en Buenos Aires hace un par de años). Apenas publicada la imagen también lo representó todo: el amor, la espontaneidad y París están ligados a esta foto, quizás la más reconocida de todas. Y también poco importan los artificios de Doisneau para conseguirla. La foto no es única. Ni mucho menos. El fotógrafo contrató a los jóvenes actores Françoise Bornet y Jacques Carteaud con los que hizo innumerables tomas en diversos barrios de París. La seleccionada es la que obtuvo frente al Ayuntamiento desde una mesa en la terraza de un bar.
   Doisneau guardó sus secretos durante años. Pero a principios de la década del ‘90 se vio venir un montón de reclamos y juicios y lo confesó todo. Por supuesto: a nadie le importó nada de nada. La historia que cuenta esa foto -la historia que cada uno quiere que cuente esa foto- es inalterable. No hay ni habrá manera de destronarla con revelaciones de fraude.


Ingrid Bergman: ¿De quién estoy enamorada?



* Y ya en París, Casablanca, una cima del cine de amor. La desprolijidad de la película que se alzó con tres Oscars en 1943 (mejor película, mejor dirección y mejor guión adaptado) es tal vez la más visible de la historia del cine. Y sin embargo eso tampoco importó o importa. Los escenarios de cartón en interiores, las fallas en la continuidad de las imágenes, las contradicciones y los errores de todo tipo no le impiden a la película de Michael Curtiz competir con otras por el trono de la mejor de todos los tiempos. Dos hombres enamorados de la misma mujer, Humphrey Bogart y Paul Henreid, se enfrentan en la ciudad marroquí de Casablanca. Bogart, dueño de un bar y casino, tiene lo que Henreid, lider de la resistencia, necesita: salvoconductos para salir de Casablanca hacia Londres y Nueva York.
  Ingrid Bergman contó unos cuantos secretos del rodaje. No es el menor el que reveló que un día se enfrentó con el director para preguntarle de quién estaba realmente enamorada para saber a cuál de los dos tenía que besar con amor. Curtiz la miró a los ojos y le dijo: “Usted actúe”. No le fue tan mal a ese raro húngaro que también declaró que él filmaría todo tan rápido que los errores no se notarían. Bergman besó por fin a Bogart con su belleza impecable y con el brillo en los ojos que le aplicaba el director de fotografía Arthur Edeson. Y el mundo se derrumbó. París fue tomada por los alemanes y Bogart, Henreid y Bergman tuvieron que escapar. El mito de la historia de amor imposible estaba redefinido con caracteres propios del siglo XX. Y perdura. Ilsa Lund, Rick Blaine y Victor Laszlo armaron el triángulo perfecto.

La luz de la luna y las canciones de amor nunca están pasadas de moda, dice As Time Goes By, la canción de Casablanca. Este sentimiento es el que sostiene todo. La representación de los órdenes y desórdenes del amor encuentra en el beso una condensación de sensualidad y emociones que no siempre está presente en las imágenes eróticas que ensayan la sexualidad. Por eso, porque el verosímil de esa representación no caduca, es que  se reciclan y renuevan las ilusiones.


   ¿A quién le importa hoy saber que el beso que se dieron Madonna y Britney Spear en 2003 en la gala de los MTV Music Awards fue escrupulosamente ensayado por Madonna con una bailarina? ¿Quién no creyó, al ver ese beso elegido en medio mundo como el más sensual de una época, y al volver a verlo hoy, que fue espontáneo?
Debes recordar esto:
un beso es todavía un beso.
   No importa que se trate de falsificaciones, artificios o simulacros tolerados o insignificantes, a condición de que parezcan reales: por eso son ficciones. La ficción legitimiza el simulacro porque requiere de él para constituirse. O dicho con otras palabras: la ficción es la forma perdurable de lo real.
   Un beso de verdad no se da una sola vez.

158. Apostillas: ¿Quién es el lector? *

Gustav Adolph Henning: Muchacha leyendo, 1828.

* El lector es el otro, pero es el otro más volátil porque es inimaginable. No conocemos a nuestros lectores, y cuando se nos presentan o nos los presentan dejan de ser uno de nuestros lectores porque lo que dicen sobre nuestros libros es algo que no sabemos o que sabemos demasiado pero que no queremos o no podemos saber. No es un juego de palabras. El lector es una incógnita, desde el principio hasta el fin, y no podemos saber qué piensa de nuestros libros. Cuando un lector nos dice que le gusta algo que hemos escrito sale de inmediato del sistema literario para entrar a formar parte de un sistema sentimental.

* Creo que nunca supe bien para quién escribía, que nunca supe bien quiénes habían leído mis libros, y, menos aún, qué efectos tienen los lectores sobre los libros. A veces he pensado que si uno cree saber para qué lectores escribe -hay escritores que creen que lo saben- lo más probable es que uno escriba condicionado por esa idea de los lectores. Mis libros están condicionados por mí, pero más allá de eso son completamente independientes. Y por eso mismo inadecuados.

* De todas maneras uno siempre, desde el principio hasta hoy, desea que lo que escribe le guste a los lectores. Dicho de otra manera: los lectores existen antes que nuestros libros y no sabemos quiénes, de todos ellos, los leerán. Y sobre todo no sabemos, nunca podremos saber, si la acción de los lectores pondrá a nuestros libros en algún lugar o en ninguno (poco importa, por supuesto, lo que el lector haga con ellos en el interior de su propio sistema personal: que los robe, que los regale, que los ponga en la biblioteca o los tire a la basura; sólo importa qué será de los libros después de que los lectores hayan hecho algo con ellos en el sistema literario, constituido básicamente para el lector por la prensa cultural, la opinión pública, las librerías, la vida cotidiana y, hoy, las redes sociales). Casi siempre descubrimos que, al final, del camino, seguimos sin saber nada sobre el lector. O sobre esa clase de lector social que incide en algunos resultados pero no en otros.

René Magritte: La lectora sumisa, 1928.

* Saer decía en 1968: Nunca pienso en los lectores cuando escribo, pero sin lectores una obra literaria no es nada. A diferencia de un trabajo científico que posee cierta objetividad, cierta necesidad incluso, hasta que su obra no es reconocida por otros en forma libre y desinteresada, el escritor no sabe si sus búsquedas son meros caprichos o veleidades o si son señales que poseen un sentido reconocible desde el exterior.

* De acuerdo: mientras se elabora el proyecto en el que vamos a trabajar y después, cuando lo escribimos, uno no piensa en los lectores. Si cumplida esa etapa uno busca la publicación del trabajo entonces aparece, primero el problema del lector, y después el problema de la circulación del libro, el problema de su olvido o salvataje: un libro puede ser deficitario en cuanto a explotar su propio valor y sólo un salvataje externo, casi siempre producido por otra clase de lectores (lectores especializados), podría rescatarlo de la marea. Eso, al menos, es lo que creen muchos escritores. Otros creen, simplemente, que sus libros están a la deriva desde su aparición en el mercado y siempre estarán así, o peor. (Por eso -sigue Saer-, deliberadamente, hago muy pocos esfuerzos para divulgar mis libros, porque creo que su reconocimiento debe ser espontáneo y venir de los otros para estar un poco más seguro -no mucho en realidad- de su valor objetivo). La confianza de Saer no le dio muchos resultados durante largos años. Pero tampoco podemos estar seguros de que al final de su vida haya sabido acerca de su obra algo más de lo que sabía al principio. Y en casos así no hay críticas, ensayos ni tesis que te consuelen. La soledad sigue siendo la soledad.

* El escritor iletrado (es decir, el escritor que no salió de la Facultad, el escritor a salvo del deber ser del sistema académico) cuenta de entrada con el desprecio corporativo de las cátedras y con una sostenida ausencia en el canon con que esas cátedras dicen que enseñan lo que menos les gusta. O sea, literatura. Hay profesores que no hacen programas sino un índex expurgatorio. A partir de ahí algunos autores y libros son exhibidos en contra de otros. Es la única legitimidad que reconocen las cátedras. Curiosamente, ese lector, para el escritor, es real o se le presenta como real: de él depende, más o menos, que uno sea un escritor de prestigio, de culto, de masas o de mierda. Y no habrá apelaciones: no se sale del índex por mérito propio

Balthasar Klossowski de Rola, detto Balthus: Katia leyendo, 1976.


* Mientras tanto, en la soledad en la que se escribe, el escritor es y será siempre alguien que escribe para otro. Alguien que necesita indisolublemente al otro para ser quien es. La parodoja es el abismo que nos separa. A este lector uno le atribuye cierta inocuidad que por supuesto no tendrían los lectores especializados. Como si en algún lugar, real o no, existiera una garantía de algo. Los términos de cualquier ecuación social no son, necesariamente, higiénicos ni justos.

* Si pienso entonces en mí como lector y me pregunto qué clase de higiene o de justicia rige mis vínculos con los libros y con los autores que leo vemos muy rápido que la respuesta es decepcionante. Soy arbitrario, exigente, intolerante... Pero al mismo tiempo apasionadamente incondicional. Si un libro me gusta haré por ese libro todo lo que esté a mi alcance para que se lea, y el autor, si se entera, no verá en mí a un lector sino a un fanático, un tipo nada disciplinado que no sabe cómo hacer las cosas. Por eso me parece que leo cada día más. Pero no me jacto. También como lector se puede fracasar.
* La primera versión de esta Apostilla se publicó en el blog de Eterna Cadencia.

157. Vida Real: Marilyn Monroe caracterizada

Marilyn as Lillian Russell, turn-of-the-century American actress

Marilyn as Theda Bara, silent film star from 1914 – 1926

Marilyn as Clara Bow, the silent screen’s “It Girl”

   In 1958, Life Magazine invited Marilyn Monroe and photographer Richard Avedon to recreate images of five celebrated actresses of different eras. Entitled “Fabled Enchantresses,” the piece was part of the magazine’s December 22 “Christmas” issue and included an article by Marilyn’s playwright husband, Arthur Miller, entitled “My Wife, Marilyn.”
   Avedon found in Marilyn an easy subject to work with, “She gave more to the still camera than every other actress – every other woman – I had the opportunity to photograph…” He added that she was more patient with him and more demanding of herself than others and that she was more comfortable in front of the camera than when not posing.

156. Apostillas: Onetti, 1979 *

Barcelona, 1979

   A las mujeres les gusta Onetti.
   Es un hombre de casi 70 años, alto, desgarbado, estrábico y gruñón. Tiene algo, también, que hace pensar en un tipo frágil, lastimado, que a veces no sabe bien qué hacer con su leyenda.
   Eso lo hace un seductor involuntario y a las mujeres, a muchas mujeres, les gusta.
   Onetti vive en un departamento despojado en la avenida de América, Madrid, muy cerca de la sede original de la editorial Alfaguara, cuando la dirige Jaime Salinas. Siempre ha leído a Faulkner. Ahora lee novelas policiales y, todos los veranos, relee a Proust.
   Nadie, pero sobre todo ningún gran escritor hispanoamericano, se preocupa tan poco por la edición de sus libros. Carmen Balcells, desde que que acepta su representación en 1975, realiza una recuperación milagrosa de todos y cada uno de los títulos de Onetti: una obra por la que la agente catalana hubiera merecido sin más la historia: ningún escritor de los que representa, vivo o muerto, es tan grande como él.
   Onetti descubre el existencialismo en El pozo (1939), una de las primeras grandes novelas del siglo XX. Se casa en 1930 con una prima, María Amalia Onetti, con la que tiene un hijo que muere antes que él, y en 1934 con una hermana de la anterior, María Julia Onetti. En 1945, y en Buenos Aires, se casa por tercera vez con la periodista neerlandesa Elizabeth Maria Pekelharing con la que tuvo una hija. Por fin en 1955, otra vez en Montevideo, se casa con Dorothea Muhr, Dolly, porteña, alemana y violinista. Ella dice que le encantan el misterio de Onetti, sus conversaciones, y que sus amigos lo busquen para contarle desdichas de amor…
   Dolly pasa a máquina los manuscritos de Onetti y le sugiere títulos vinculados a la música: La muerte y la niña (Schubert), El Caballero de la Rosa (Strauss), Para una tumba sin nombre (Claude Debussy), La vida breve (Manuel de Falla), y Los adioses (Beethoven).
   Onetti vive en total 17 años en Buenos Aires; publica sobre todo en La Nación cuentos magníficos que transcurren en esta ciudad; Arlt le hace publicar Tiempo de abrazar en 1934 (Onetti deja en claro en un prólogo célebre y obviamente olvidado que no siente demasiado aprecio por la obra de Arlt); Borges forma parte del jurado que le da el segundo premio en un concurso de la editorial Losada por Tierra de nadie;  y antes de partir definitivamente Onetti da a conocer La vida breve (1950), libro estremecedor en el que aparece por primera vez la mítica ciudad de Santa María, y Los adioses (1954), una luminosa novela breve en la que despliega una lección magistral sobre el uso del punto de vista.
   Un día, ya en España, a fines de 1978, recibo los originales de “Dejemos hablar al viento”. La novela saldrá en abril de 1979 y esos originales son los más importantes que he recibido en mi vida. Escritos a máquina sin mayor prolijidad. Con correcciones garabateadas y algunas manchas de café y de whisky. El concepto de original está a punto de entrar en el olvido, y esa novela es extraordinaria. No sólo por su alta calidad sino porque en ella la ciudad de Santa María será arrasada por el fuego.
De izquierda a derecha: José María Valverde (traductor de Ulises), Dolly Muhr, Juan Martini, Juan Carlos Onetti y una sobrina. Barcelona, 1979

   Cuando llega el momento de revisar las pruebas lo llamo a Onetti a Madrid. Me dice que él no va a revisar nada, que tengo toda su confianza y que resuelva yo las dudas. No sirve que le diga a Onetti que yo no pienso tocarle ni una coma. Se vuelve a negar y después me dice que tiene que cortar. Esa misma tarde la llamo a Dolly. Y Dolly me pide que le mande el original y las pruebas con indicaciones bien claras. Por supuesto, es ella la que se encarga de hacerlo sentar a Onetti frente a las galeras de su libro. Onetti murmura y se queja pero jamás le dice que no a Dolly.
   Otra tarde, meses después, en 1979, Onetti tiene que firmar ejemplares de Dejemos hablar al viento en El Corte Inglés de El Callao. Tomo un vuelo del puente aéreo Barcelona-Madrid y paso a buscarlo por el departamento de avenida de América a las cinco. Primero no me abre la puerta. Después, cuando escucha “¡Don Juan, me abre! ¡Soy Manuel, coño!”, le abre al encargado del edificio. En seguida Onetti da vueltas por el departamento. Gruñe, con los anteojos torcidos, y no termina de ponerse la corbata negra. Busca una botella de algo, de cualquier cosa, para invitarme, y dice: “Uno no viaja tanto para que ni siquiera te inviten con un whisky”. Le digo que no importa y que se hace tarde. Salimos. Tomamos un taxi. Llegamos a la plaza del Callao. Cruzamos. Y Onetti se planta frente a la puerta de El Corte Inglés. No quiere entrar. Le digo que lo hubiera pensado antes. No hay caso. Parece más lastimado y solo que nunca. Pero creo que ve también la desolación en mí. Entonces me agarra de un brazo: “Si antes tomamos un whisky, entro”. Obvio: vamos a tomar whisky. Parados frente a una barra de un bar cualquiera Onetti se clava dos medidas con yapa de escocés puro. 
   La cola que lo espera en El Corte Inglés es larga y serpentea. Antes de sentarse pide otro whisky. La encargada de la librería me dice que hace un rato pasa la señora, Dolly, y le pide que no le dé una gota de alcohol hasta que termine la firma. Le digo a la chica que le traiga un whisky. Me mira. Creo que entiende. Va. Y vuelve con un vaso. Onetti se sienta y firma. Al rato una mujer uruguaya le dice: “Fírmeselo a mi sobrino, Damián”. Onetti le pregunta cuántos años tiene el sobrino y cuando oye que la mujer le dice 15 le pide a la chica del stand un ejemplar de La isla del tesoro. “Es demasiado chico para leer un libro tan amargo”, le dice a la mujer, y le firma en cambio el libro de Stevenson.
   La firma termina juiciosamente. Entonces vamos a un restaurante donde lo esperan varios críticos y otros mascarones de proa. Recuerdo, entre ellos, a Rafael Conte, de El País. Onetti come queso y toma vino. En seguida llega Dolly después de su ensayo en la Orquesta Sinfónica de Madrid. Entonces me despido, tomo un taxi, llego a Barajas y vuelvo a Barcelona.
   Otro día, un poco más adelante, le escribo desde Buenos Aires a Madrid una carta a Onetti: una de esas viejas cartas escritas a máquina que se mandan por correo y con estampillas. Le digo que quiero optar a una beca Guggenheim y le pregunto si aceptaría respaldarme. Me contesta en seguida. Dos líneas escritas también a máquina en papel celeste y su firma manuscrita: Onetti. “Mentiré todo lo que haga falta para que ganes esa beca”, dice. 

* La primera versión de esta semblanza que gira alrededor de 1979 se publicó por primera vez en el blog de Eterna Cadencia.

155. Vida Real: Maneki-neko o Zhaocai Mao

Dice la leyenda que el llamado gato de la suerte o de la fortuna es de origen japonés, lengua en la que se llama Maneki-neko y pertenece a una raza denominada bobtail. En China es Zhaocai Mao.
En mi caso opté por un Zhaocai Mao que compré de tamaño mediano en el Barrio Chino. Contra lo que se cree el gato no saluda sino que invita a entrar y querría decir algo así como Bienvenido.
Hay en en todos los bazares y los precios varían hasta en $ 10 o más según los tamaños.
Como sea, sólo puedo comentar que desde que mi gato (todavía sin bautizar) entró, en casa cambió todo. Es cierto que da un poco de miedo ver a 500 gatos saludando todos juntos con precisión marcial.


154. Apostillas: ¿Qué es escribir?

Thomas Bernhard
 (Austria 1931-1989)

* Existe una diferencia entre el talento y el genio. O eso es lo que dice el pianista canadiense Glenn Gould en el Mozarteum de Salzburgo donde estudia con Vladimir Horowitz, toca las Variaciones Goldberg de Bach y escucha los ensayos de Wertheimer, un compañero, al que bautizará con un sobrenombre que le quedará como un estigma: el malogrado. Esta es la trama básica de la novela del mismo nombre que Thomas Bernhard publicó en 1983, una de las últimas y quizás de las mejores junto con El sobrino de Wittgenstein (1982). Gould sostiene en esa novela que Wertheimer es un músico de talento pero que jamás llegará a ser un genio. Si el talento puede aspirar al virtuosismo, y ese es su límite, el genio suele alcanzar algo en el orden de lo sublime. Gould dixit en El malogrado de Bernhard. Wertheimer, previsiblemente, será desde entonces una especie de baldado y terminará suicidándose. Esta novela ejemplar es una novela sobre la condición del arte y del artista. Poco tiene que ver la inspiración en este debate: o se tiene talento o no se lo tiene; o se es un genio o no. La práctica, el entrenamiento, nos hará evitar errores pero no nos dará lo que no tenemos.

* Sin embargo, cada dos por tres, se mezclan los términos. La inspiración es una leyenda que muchas veces se confunde con los resultados que da sentarse todos los días frente al piano o, en nuestro caso, frente al teclado. Este ejercicio continuo es el soporte sobre el que se despliegan los aciertos y los errores de la creación. Y por supuesto hay días más saludables que otros. Pero no por efecto de la inspiración. Este error viene directamente de la teología y encontró también un anclaje en la mitología antigua y en las musas. Pero no tiene nada que ver ni con el talento ni con el genio. Y no es por abundancia o por falta de inspiración que se produce o no una obra de arte, o que se sale o no se sale de la página en blanco.

* De todas maneras, los escritores han contribuido mucho a la creencia popular de que sólo se trata de estar inspirados y, por eso, de que hay que perseguir la inspiración con métodos que están más allá de la constancia, de la intuición o de la certeza. Las supersticiones, cree a veces el escritor, exorcizan las trabas, pero hay algo que no tolera conjuros: la ambición. Si en busca de allanar el camino el escritor renuncia a la ambición (que no es otra cosa que un deseo apasionado) lo más probable es que sus libros sean correctos o no, pero no serán inolvidables. Como máximo serán el producto que ilustra una época, pero entonces hablaríamos en general de épocas de crisis o de transición.

Ernest Hemingway
 (Estados Unidos 1899-1961)

* No fue por sus colecciones de lápices con las puntas afiladas que Hemingway escribió media docena de los mejores cuentos de todos los tiempos; ni por sacarse fotos con su gato que Chandler creó uno de los detectives entrañables de la novela negra; ni por escribir casi a oscuras o en penumbras que Kafka imaginó La colonia penitenciaria. Quizás no hubieran podido hacerlo sin cumplir con sus cábalas, pero el talento o el genio de todos ellos fue lo que los llevó a esos textos y a esos personajes. Y es probable que nunca hayan tenido certeza completa de lo que consiguieron. Tal vez porque como dijo Marguerite Duras “si se supiera algo de lo que se va a escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena”.

* Escribir, qué duda cabe, es un deseo. Es el deslizarse de un deseo. Es la puesta en escena del deseo. Ese deseo, que todo lo anhela, es un deseo apasionado. Un deseo preso en el deseo de revelar lo que no se sabe. Esa es la apuesta, esa es su ambición: decir algo (poder decir algo) nuevo sobre lo que ya no hay nada que decir: el amor, la violencia, la locura, los instintos, la muerte... Todas esas cosas por las que vivimos, todas esas cosas que a veces nos dejan a la intemperie del insomnio y de la noche, todas esas cosas que no tienen sentido pero que nos ligan a los otros y a la vida de una manera tan concreta como oscura.

Marguerite Duras
(Francia 1914-1996)

* La página en blanco no existe. Ni para el escritor que escribe con regularidad, ni para quien lo hace de manera ocasional. Casi siempre quiere decir lo mismo. Pero lo que dice no es que uno queda en blanco frente a la página por falta de inspiración. La página en blanco es una advertencia, un síntoma, y, en ciertos casos una intuición. La página en blanco indica que hace mucho que uno no se sienta frente a la pantalla y al teclado, o que a pesar de que uno se siente todos los días frente a la pantalla y al teclado en el texto hay un problema. A veces no sabemos lo que queremos escribir. Y a veces lo sabemos demasiado bien. Hay que ser más flexibles, hay que tenerse un poco más de paciencia, y, sobre todo, no hay que levantarse de la silla... Lo mejor suele ser cumplir con el tiempo que uno había previsto para estar sentado allí. Aunque no escribamos. Hay que releer lo que ya está escrito. Hay que pensar más en lo que todavía no escribimos. Hay que boludear, si hace falta, frente a la página en blanco para desarmarla, para desarticularla, para quitarle ese efecto letal que parece tener sobre el deseo de escribir. O para decirlo con las palabras justas de Marguerite Duras: “La escritura llega como el viento. Está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida”.
         
* De todas maneras nadie dice que la página en blanco no produce inquietud, malestar o angustia. Frente a la página en blanco se sabrá cómo salir más rápido de ella o no. No existe, pero hace daño. Y conjurarla será salir de la superstición a fuerza de ese saber que la escritura va depositando como capas en el instinto de quien escribe o quiere hacerlo. Vale escribir siempre a mano, como Saer. O de noche, como Soriano. O en bares, como Aira. Vale todo. Pero a condición de saber que no hay ninguna musa por ahí haciéndose la distraída. Escribir es un deseo. Y como sabemos a través de Lady Macbeth:
“Nada se tiene, todo está perdido,
Cuando nuestro deseo se colma sin placer”.

151. Vida Real: El exilio II

Antonio Tejero, España 23 de febrero de 1981

Los años intermedios


* En 1977 el gobierno de Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista y los festejos cruzaron España. A Barcelona llegaron Santiago Carrillo (Secretario General),  Dolores Ibárruri (la Pasionaria) y el poeta Rafael Alberti. No cabía un alma más en el estadio cerrado del F.C. Barcelona (Palau Blaugrana) y era raro estar ahí, para mí, mirando flamear incontables banderas rojas y cantado, como canté por primera y última vez, “La Internacional”. El fuerte perfil republicano de Catalunya había estado en silencio demasiado tiempo: los militantes comunistas pertenecían al Partido Socialista Unificado de Catalunya (PSUC) y los socialistas al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y entonces la democracia estalló como una fiesta en las calles.

* En 1978, subiendo la cuesta, llegué por fin a un departamento en la calle del Putxet. Desde la Plaza Lesseps, donde había alquilado el primero, pasé a otro en la calle de Escipión, tres cuadras más arriba, y después terminé de llegar al tramo más alto y empinado de la calle. Dos edificios más allá seguía viviendo el Beto C., en la esquina estaba el bar que todas las noches reunía al barrio, y la calle entera -elegida algunos años antes por los músicos de la Nova Cançó, Raimon, Serrat, Enric Barbat, Guillermina Motta y María del Mar Bonet, como el sitio cool para vivir- albergaba ahora también a un puñado de argentinos exiliados. En 1978 los músicos acababan de mudarse, pero de vez en cuando cantaban en Zeleste, un bar en la calle de la Platería en el casco antiguo de la ciudad.

* El Beto C. ya trabajaba en Iberhospitalia que, como su nombre casi lo indica, fabricaba hospitales en África. Nada podía parecerme entonces más natural que eso: un arquitecto argentino empleado en una empresa española que construía en África... O acompañarlo al Coque Bianco a buscar su auto retenido en algún corralón municipal cargando con una batería de repuesto, pagar la multa, subir al Tibidabo, tomar unas cervezas y regresar con el jean agujereado por algunas gotas de ácido que la batería había ido perdiendo... La idea, o el sentimiento, era lo más lejano posible de cualquier cosa parecida al esnobismo o a la tontería: se trataba de otras maneras de vivir y yo me iba adaptando casi sin darme cuenta a protagonizar una transición desde la dictadura a la democracia, a asimilar de la misma manera una calidad de vida creciente, y a conocer modos de estar en el mundo diferentes de los que había conocido.

* Pero de pronto hubo un sacudón que advirtió a España entera. El 23 de febrero de 1981 Antonio Tejero, un teniente coronel de la Guardia Civil, asaltó el Congreso de los Diputados en contra de los separatismos y del terrorismo y con la exigencia de poner al frente del gobierno al general valenciano Jaime Milans del Bosch. La zozobra duró cerca de un día. Pero a la una y veinte de la mañana del 24 de febrero el Rey Juan Carlos, a distancia todavía del liberalismo y la decadencia que hoy lo caracterizan, anunció que no toleraría ningún ataque al orden constitucional. La reducción de Tejero ya era cuestión de horas pero la angustia que se apoderó de las mayorías democráticas no se disolvió hasta el final.

* El exilio argentino llevó a las principales ciudades españolas a médicos, dentistas, abogados, arquitectos, psicoanalistas, escritores y gente de todos los oficios. Si los dentistas sobresalieron de inmediato con sus tratamientos para recuperación de encías (endodoncia) y los psicoanalistas encabezados primero por el lacanismo ortodoxo de Masotta y después por representantes de otras escuelas o instituciones democratizaron los divanes, los abogados tuvieron que aprenderse de memoria un inmenso cuerpo jurídico y legal. Pero una de las cosas que descubrieron fue que el famoso certificado de residencia que las autoridades no le daban a nadie se conseguía -también- si se demostraban dos años ininterrumpidos de “residencia” en España con cualquier cosa razonable: recibos de alquiler o servicios, resúmenes bancarios, testigos, etcétera. Y ese fue el primer paso para llegar muy rápido a la habilitación legal para solicitar la nacionalidad española. De modo que muchos volvimos a la Argentina con el pasaporte de lo que sería, menos de diez años después, la Unión Europea.

* Así fue también cómo en las elecciones generales del 28 de octubre de 1982, y ya munido de la doble nacionalidad, decidí votar. El voto en España no es obligatorio. Aquel día Felipe González, Secretario General del PSOE, obtuvo el 48% de los votos y una mayoría parlamentaria formada por 202 diputados. Era raro sentirse parte de la política española y raro, en ese momento, pensar en volver cuando la previsible y consumada derrota en la Guerra de Malvinas enrarecía más el futuro otra vez incierto del país. 


Alfredo Astiz, secuestrador, torturador y asesino se rinde en las islas Georgias del Sur

La guerra

* Y así, tan lenta y tan vorazmente como en todas las circunstancias, pasaron los años del exilio. Cuando terminaron me dejaron algo más, algo que no tenía antes: otra ciudad. Barcelona pasó a estar inscripta en mi vida como una marca indeleble, tanto como Rosario y como Buenos Aires. Me traje de vuelta una historia inesperada antes de irme y el amor por calles, bares, amigos y viajes que no se repetirían nunca más con el mismo signo. Colaboré con la Casa Argentina en Barcelona, formé parte de Amnesty International, escribí para publicaciones diversas y participé en actividades propias del destierro. Pero más allá de las denuncias nunca tuve una actitud gremial ni trabajé de exiliado. Lo dijo, como tantas otras cosas, T.W. Adorno: un escritor tiene la posibilidad de encontrar adonde sea que vaya una patria. La lleva en la lengua y la funda en su escritura.

* En Barcelona volví a ver a Soriano y en París a Saer; conocí a Fernández Retamar, Calvino, Arreola, Semprún, Cabrera Infante, García Márquez, Vargas Llosa, David Viñas, al joven Marcelo Cohen, a la Beatriz Sarlo comprensible de aquellos años, a Borges, Di Benedetto, Tizón, Juan Benet, Juan Marsé, M.L. Estefanía, Corín Tellado, Carlos Barral, Jaime Salinas y José Donoso; y fui amigo de Onetti, Cortázar, Carmen Balcells, Mercedes Casanovas, Beatriz de Moura, Toni López, Jorge Herralde y Esther Tusquets entre muchos otros además de mis amigos tan normales, corrientes y casi anónimos, allá, como yo. Todo esto facilitado, para decirlo de algún modo, por el hecho prácticamente fortuito de que me tocó trabajar en la editorial española que en aquellos años fue uno de los motores de la renovación del segmento de una industria que Franco había dejado, con honrosísimas excepciones, en vía muerta.

* El 2 de abril de 1982 en una maniobra desesperada por conservar el poder los militares dirigidos ahora por Leopoldo Galtieri (un general desconcertado, alcohólico y bien visto por los Estados Unidos) invadieron las islas Malvinas. La respuesta de Gran Bretaña consistió en enviar 111 barcos, 117 aviones, y 30.000 hombres contra los 14.000 argentinos. La televisión española informaba con imágenes todos los días el progreso de la guerra y no cabían dudas, viéndolo desde allá, que la derrota argentina era inevitable. Pero si uno hablaba por teléfono con familiares y amigos que vivían en el país o leía algún Clarín de varios días atrás las noticias eran exactamente las contrarias: el triunfo argentino sería un hecho. La derrota en la más importante y cruel de las batallas, la de Pradera del Ganso (Goose Green), el 27 y el 28 de mayo, fue ocultada por la junta militar hasta el 14 de junio de 1982 en que los militares argentinos se rindieron. El conflicto dejó para la Argentina 650 muertos, 1200 heridos, y precipitó la caída de Galtieri que fue reemplazado por otro general desorientado, Reynaldo Bignone. Desde ese momento quedó sellado el fin de la dictadura que terminó llamando a elecciones en 1983 y abrió el camino del regreso para los exiliados.

Ezeiza, 2 de abril de 1984: el regreso

Los últimos años


* Desde que llegué de vuelta a Buenos Aires y durante un año y pico pensé que extrañaría de una manera inconsolable a Barcelona y a mi vida en Barcelona. Había asimilado sin darme cuenta una calidad de vida de clase media europea protegida por un trabajo fijo, la seguridad social, una casita que alquilaba todo el año en el interior del castillo medieval de Tossa de Mar -un pueblito de la Costa Brava- muy cerca de las ruinas de una milenaria villa romana. Había formado una nueva pareja, el 14 de octubre de 1983 había visto nacer a Lía, mi hija, en la clínica Dexeus de la mano de un partero llamado Serrat, y que llegó aquí con cinco meses de vida. Pero poco a poco los sentimientos de pérdida se fueron reordenando para integrarse en una historia personal que ha hecho del ir y venir todo un tema que, por supuesto, es también uno de los temas de mis novelas. Dos las escribí allá: “La vida entera” y “Composición de lugar”.

* Mis amigos catalanes me llevaban a las plateas del Nou Camp, la cancha del Barcelona, donde vi jugar a Cruyff, Bernd Schuster, Milonguita Heredia, Rexach, Quini y a un Maradona que no entendió a las catalanes y que pasó casi sin pena ni gloria. Vi también, en esa cancha, la derrota de Argentina frente a Bélgica (0-1) en el Mundial del ’82 que ganó Italia. También fui alguna vez a la popular a ver al Barcelona contra Boca en el Gamper, un torneo de verano... Así que estuve en el mejor estadio de fútbol del mundo en aquellos años en el que estabas tan cómodo como en un teatro. Por eso, además de tres ciudades en mi vida, existen tres clubes: Racing, Rosario Central y el Barça.

* Lo he dicho algunas veces y lo repito hoy: si algo le debo a la Triple A y a los militares argentinos, torturadores y genocidas, es que me echaran del país. En Barcelona, y en Europa, entre mis 30 y mis 40 años, me obligaron a una segunda formación: las reproducciones y las fotos dejaron de serlo: ahí estaban París, Venecia, Madrid y Roma, por ejemplo, y los originales de Miguel Ángel, Carpaccio o Picasso. Todo, todo, enmarcado por el proceso de democratización de España del que me gusta pensar que formé parte como un ciudadano más. Por fin, en diciembre de 1983, cuando las cosas comenzaron a volver a su cauce, los que resistieron y aguantaron a la dictadura en el país y los que lo hicimos afuera fundamos nuevamente Buenos Aires y el país entero. Yo llegué el 2 de abril de 1984. Era el segundo aniversario de la invasión de las Malvinas. Poco días después el presidente Raúl Alfonsín inauguró la Feria del Libro. Y por sus pasillos atestados de gente conmovida por el regreso a la democracia volví a cruzarme con Borges.