Thomas Bernhard
(Austria 1931-1989)
*
Existe una diferencia entre el talento y el genio. O eso es lo que dice el pianista
canadiense Glenn Gould en el Mozarteum de Salzburgo donde estudia con Vladimir
Horowitz, toca las Variaciones Goldberg de Bach y escucha los ensayos de
Wertheimer, un compañero, al que bautizará con un sobrenombre que le quedará
como un estigma: el malogrado. Esta es la trama básica de la novela
del mismo nombre que Thomas Bernhard publicó en 1983, una de las últimas y
quizás de las mejores junto con El sobrino de Wittgenstein (1982).
Gould sostiene en esa novela que Wertheimer es un músico de talento pero que
jamás llegará a ser un genio. Si el talento puede aspirar al virtuosismo, y ese
es su límite, el genio suele alcanzar algo en el orden de lo sublime. Gould
dixit en El malogrado de Bernhard. Wertheimer,
previsiblemente, será desde entonces una especie de baldado y terminará
suicidándose. Esta novela ejemplar es una novela sobre la condición del arte y
del artista. Poco tiene que ver la inspiración en este debate: o se tiene
talento o no se lo tiene; o se es un genio o no. La práctica, el entrenamiento,
nos hará evitar errores pero no nos dará lo que no tenemos.
* Sin
embargo, cada dos por tres, se mezclan los términos. La inspiración es una
leyenda que muchas veces se confunde con los resultados que da sentarse todos
los días frente al piano o, en nuestro caso, frente al teclado. Este ejercicio
continuo es el soporte sobre el que se despliegan los aciertos y los errores de la
creación. Y por supuesto hay días más saludables que otros. Pero no por
efecto de la inspiración. Este error viene directamente de la
teología y encontró también un anclaje en la mitología antigua y en las musas.
Pero no tiene nada que ver ni con el talento ni con el genio. Y no es por
abundancia o por falta de inspiración que se produce o no una obra de arte, o
que se sale o no se sale de la página en blanco.
* De
todas maneras, los escritores han contribuido mucho a la creencia popular de
que sólo se trata de estar inspirados y, por eso, de que hay que perseguir la
inspiración con métodos que están más allá de la constancia, de la intuición o
de la certeza. Las supersticiones, cree a veces el escritor,
exorcizan las trabas, pero hay algo que no tolera conjuros: la ambición. Si en
busca de allanar el camino el escritor renuncia a la ambición (que no
es otra cosa que un deseo apasionado) lo más probable es que sus libros sean
correctos o no, pero no serán inolvidables. Como máximo serán el producto que
ilustra una época, pero entonces hablaríamos en general de épocas de crisis o
de transición.
Ernest Hemingway
(Estados Unidos 1899-1961)
* No
fue por sus colecciones de lápices con las puntas afiladas que Hemingway escribió
media docena de los mejores cuentos de todos los tiempos; ni por sacarse fotos
con su gato que Chandler creó uno de los detectives entrañables de la novela
negra; ni por escribir casi a oscuras o en penumbras que Kafka imaginó La
colonia penitenciaria. Quizás no hubieran podido hacerlo sin cumplir con
sus cábalas, pero el talento o el genio de todos ellos fue lo que los llevó a
esos textos y a esos personajes. Y es probable que nunca hayan tenido certeza
completa de lo que consiguieron. Tal vez porque como dijo Marguerite Duras “si se supiera algo de lo que se va a
escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría
la pena”.
*
Escribir, qué duda cabe, es un deseo. Es el deslizarse de un deseo. Es la
puesta en escena del deseo. Ese deseo, que todo lo anhela, es un deseo
apasionado. Un deseo preso en el deseo de revelar lo que no se sabe. Esa es la
apuesta, esa es su ambición: decir algo (poder decir algo) nuevo sobre lo que
ya no hay nada que decir: el amor, la violencia, la locura, los instintos, la
muerte... Todas esas cosas por las que vivimos, todas esas cosas que a
veces nos dejan a la intemperie del insomnio y de la noche, todas esas cosas
que no tienen sentido pero que nos ligan a los otros y a la vida de una manera
tan concreta como oscura.
Marguerite Duras
(Francia 1914-1996)
* La
página en blanco no existe. Ni para el escritor que escribe con regularidad, ni
para quien lo hace de manera ocasional. Casi siempre quiere decir lo mismo.
Pero lo que dice no es que uno queda en blanco frente a la página por falta de
inspiración. La página en blanco es una advertencia, un síntoma, y, en ciertos
casos una intuición. La página en blanco indica que hace mucho que uno no se
sienta frente a la pantalla y al teclado, o que a pesar de que uno se siente
todos los días frente a la pantalla y al teclado en el texto hay un problema. A
veces no sabemos lo que queremos escribir. Y a veces lo sabemos demasiado bien.
Hay que ser más flexibles, hay que tenerse un poco más de paciencia, y, sobre
todo, no hay que levantarse de la silla... Lo mejor suele ser cumplir
con el tiempo que uno había previsto para estar sentado allí. Aunque no
escribamos. Hay que releer lo que ya está escrito. Hay que pensar más en lo que
todavía no escribimos. Hay que boludear, si hace falta, frente a la página en
blanco para desarmarla, para desarticularla, para quitarle ese efecto letal que
parece tener sobre el deseo de escribir. O para decirlo con las palabras justas
de Marguerite Duras: “La
escritura llega como el viento. Está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y
pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida”.
* De
todas maneras nadie dice que la página en blanco no produce inquietud, malestar
o angustia. Frente a la página en blanco se sabrá cómo salir más rápido de ella
o no. No existe, pero hace daño. Y conjurarla será salir de la superstición a
fuerza de ese saber que la escritura va depositando como capas en el instinto
de quien escribe o quiere hacerlo. Vale escribir siempre a mano, como Saer. O
de noche, como Soriano. O en bares, como Aira. Vale todo. Pero a condición de
saber que no hay ninguna musa por ahí haciéndose la distraída. Escribir es
un deseo. Y como sabemos a través de Lady Macbeth:
“Nada se tiene, todo está perdido,
Cuando nuestro deseo se colma sin placer”.
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