156. Apostillas: Onetti, 1979 *

Barcelona, 1979

   A las mujeres les gusta Onetti.
   Es un hombre de casi 70 años, alto, desgarbado, estrábico y gruñón. Tiene algo, también, que hace pensar en un tipo frágil, lastimado, que a veces no sabe bien qué hacer con su leyenda.
   Eso lo hace un seductor involuntario y a las mujeres, a muchas mujeres, les gusta.
   Onetti vive en un departamento despojado en la avenida de América, Madrid, muy cerca de la sede original de la editorial Alfaguara, cuando la dirige Jaime Salinas. Siempre ha leído a Faulkner. Ahora lee novelas policiales y, todos los veranos, relee a Proust.
   Nadie, pero sobre todo ningún gran escritor hispanoamericano, se preocupa tan poco por la edición de sus libros. Carmen Balcells, desde que que acepta su representación en 1975, realiza una recuperación milagrosa de todos y cada uno de los títulos de Onetti: una obra por la que la agente catalana hubiera merecido sin más la historia: ningún escritor de los que representa, vivo o muerto, es tan grande como él.
   Onetti descubre el existencialismo en El pozo (1939), una de las primeras grandes novelas del siglo XX. Se casa en 1930 con una prima, María Amalia Onetti, con la que tiene un hijo que muere antes que él, y en 1934 con una hermana de la anterior, María Julia Onetti. En 1945, y en Buenos Aires, se casa por tercera vez con la periodista neerlandesa Elizabeth Maria Pekelharing con la que tuvo una hija. Por fin en 1955, otra vez en Montevideo, se casa con Dorothea Muhr, Dolly, porteña, alemana y violinista. Ella dice que le encantan el misterio de Onetti, sus conversaciones, y que sus amigos lo busquen para contarle desdichas de amor…
   Dolly pasa a máquina los manuscritos de Onetti y le sugiere títulos vinculados a la música: La muerte y la niña (Schubert), El Caballero de la Rosa (Strauss), Para una tumba sin nombre (Claude Debussy), La vida breve (Manuel de Falla), y Los adioses (Beethoven).
   Onetti vive en total 17 años en Buenos Aires; publica sobre todo en La Nación cuentos magníficos que transcurren en esta ciudad; Arlt le hace publicar Tiempo de abrazar en 1934 (Onetti deja en claro en un prólogo célebre y obviamente olvidado que no siente demasiado aprecio por la obra de Arlt); Borges forma parte del jurado que le da el segundo premio en un concurso de la editorial Losada por Tierra de nadie;  y antes de partir definitivamente Onetti da a conocer La vida breve (1950), libro estremecedor en el que aparece por primera vez la mítica ciudad de Santa María, y Los adioses (1954), una luminosa novela breve en la que despliega una lección magistral sobre el uso del punto de vista.
   Un día, ya en España, a fines de 1978, recibo los originales de “Dejemos hablar al viento”. La novela saldrá en abril de 1979 y esos originales son los más importantes que he recibido en mi vida. Escritos a máquina sin mayor prolijidad. Con correcciones garabateadas y algunas manchas de café y de whisky. El concepto de original está a punto de entrar en el olvido, y esa novela es extraordinaria. No sólo por su alta calidad sino porque en ella la ciudad de Santa María será arrasada por el fuego.
De izquierda a derecha: José María Valverde (traductor de Ulises), Dolly Muhr, Juan Martini, Juan Carlos Onetti y una sobrina. Barcelona, 1979

   Cuando llega el momento de revisar las pruebas lo llamo a Onetti a Madrid. Me dice que él no va a revisar nada, que tengo toda su confianza y que resuelva yo las dudas. No sirve que le diga a Onetti que yo no pienso tocarle ni una coma. Se vuelve a negar y después me dice que tiene que cortar. Esa misma tarde la llamo a Dolly. Y Dolly me pide que le mande el original y las pruebas con indicaciones bien claras. Por supuesto, es ella la que se encarga de hacerlo sentar a Onetti frente a las galeras de su libro. Onetti murmura y se queja pero jamás le dice que no a Dolly.
   Otra tarde, meses después, en 1979, Onetti tiene que firmar ejemplares de Dejemos hablar al viento en El Corte Inglés de El Callao. Tomo un vuelo del puente aéreo Barcelona-Madrid y paso a buscarlo por el departamento de avenida de América a las cinco. Primero no me abre la puerta. Después, cuando escucha “¡Don Juan, me abre! ¡Soy Manuel, coño!”, le abre al encargado del edificio. En seguida Onetti da vueltas por el departamento. Gruñe, con los anteojos torcidos, y no termina de ponerse la corbata negra. Busca una botella de algo, de cualquier cosa, para invitarme, y dice: “Uno no viaja tanto para que ni siquiera te inviten con un whisky”. Le digo que no importa y que se hace tarde. Salimos. Tomamos un taxi. Llegamos a la plaza del Callao. Cruzamos. Y Onetti se planta frente a la puerta de El Corte Inglés. No quiere entrar. Le digo que lo hubiera pensado antes. No hay caso. Parece más lastimado y solo que nunca. Pero creo que ve también la desolación en mí. Entonces me agarra de un brazo: “Si antes tomamos un whisky, entro”. Obvio: vamos a tomar whisky. Parados frente a una barra de un bar cualquiera Onetti se clava dos medidas con yapa de escocés puro. 
   La cola que lo espera en El Corte Inglés es larga y serpentea. Antes de sentarse pide otro whisky. La encargada de la librería me dice que hace un rato pasa la señora, Dolly, y le pide que no le dé una gota de alcohol hasta que termine la firma. Le digo a la chica que le traiga un whisky. Me mira. Creo que entiende. Va. Y vuelve con un vaso. Onetti se sienta y firma. Al rato una mujer uruguaya le dice: “Fírmeselo a mi sobrino, Damián”. Onetti le pregunta cuántos años tiene el sobrino y cuando oye que la mujer le dice 15 le pide a la chica del stand un ejemplar de La isla del tesoro. “Es demasiado chico para leer un libro tan amargo”, le dice a la mujer, y le firma en cambio el libro de Stevenson.
   La firma termina juiciosamente. Entonces vamos a un restaurante donde lo esperan varios críticos y otros mascarones de proa. Recuerdo, entre ellos, a Rafael Conte, de El País. Onetti come queso y toma vino. En seguida llega Dolly después de su ensayo en la Orquesta Sinfónica de Madrid. Entonces me despido, tomo un taxi, llego a Barajas y vuelvo a Barcelona.
   Otro día, un poco más adelante, le escribo desde Buenos Aires a Madrid una carta a Onetti: una de esas viejas cartas escritas a máquina que se mandan por correo y con estampillas. Le digo que quiero optar a una beca Guggenheim y le pregunto si aceptaría respaldarme. Me contesta en seguida. Dos líneas escritas también a máquina en papel celeste y su firma manuscrita: Onetti. “Mentiré todo lo que haga falta para que ganes esa beca”, dice. 

* La primera versión de esta semblanza que gira alrededor de 1979 se publicó por primera vez en el blog de Eterna Cadencia.

3 comentarios:

  1. Tuviste los originales de 'Dejemos hablar al viento'? Dónde están los originales de 'La vida entera'?

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  2. Este blog es una novela disfrazada de biografía, autobiografía, y otros etcéteras que imitan a la realidad en un forma exquisita. Felicitaciones. María Inés Mogaburu

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