La
obra de Kafka es el gran oráculo de los siglos XX y XXI, la premonición más
certera, la intuición estremecedora, la percepción inteligente de las
tendencias de una época que conducía a otra más opaca, fulminante y cruel. La
literatura contemporánea no tiene otro escritor que haya advertido los signos
de las transformaciones que se avecinaban y que los haya interpretado y
expuesto con lucidez, horror, ironía y, a veces, hasta con un sentido del humor
propio de los que desfilan hacia el propio Calvario. En Kafka están los campos
de concentración nazis y los tatuajes o números que identificarían a las
personas entrevistos por lo menos veinte años antes (En la colonia penitenciaria, publicado en 1914); en Kafka está el
distanciamiento absoluto del poder y de sus súbditos, la enajenación
desesperante de una realidad aparentemente conocida, y la disolución o
desmaterialización del sujeto en sociedades alienadas donde el único orden y la
única justicia se ejercen con claves inaccesibles para sus rehenes.
En El canon occidental que va
desde Dante hasta Borges con centro en Shakespeare, Harold Bloom establece 26
obras canónicas en función de su valor estético y del placer que brinda su
lectura, valores que la crítica académica sobre todo no toma en cuenta desde
hace largos años. Y al llegar al siglo XX, Bloom, elige a nueve escritores como
enteramente representativos: Freud, Proust, Joyce, Woolf, Kafka, Borges,
Neruda, Pessoa y Beckett. Hay algo terminal en esta elección y en este libro
publicado por primera vez en 1994: ninguno de estos nueve escritores estaba
todavía vivo, y a la hora de señalar un centro para el microsistema
contemporáneo se decide por Kafka.
W.H. Auden creía que Kafka era el espíritu
concreto de nuestra época. Ciertamente, “kafkiano” ha adquirido un significado
siniestro para muchos de entre nosotros, quizá se ha convertido en un término
universal para lo que Freud denominaba “lo siniestro”, algo que nos es al mismo
tiempo familiar y extraño. Desde una perspectiva puramente literaria, ésta es
la época de Kafka, apunta Bloom. Y no es temerario sostener que a tal punto
lo es, lo fue, lo sigue siendo, que incluso el gesto de renunciar a la
inmortalidad lo hace más contemporáneo todavía. Kafka sólo publicó en vida
alrededor de 40 relatos breves incluída La
metamorfosis y dejó ineditas tres novelas inacabadas y una cantidad todavía
desconocida de relatos, diarios, aforismos y cartas. Como si el mismo hecho de
publicar o no publicar fuera un efecto kafkiano en la puesta en crisis de los
conceptos de necesidad y trascendencia.
Los hechos de la vida de Kafka no proponen
otro misterio que el de
su no indagada relación con la obra extraordinaria, escribió Borges en
una nota de 1937. Y es así. ¿Qué pensaba o creía Kafka de sus libros? ¿En qué
lugar los ponía? ¿Consideraba de verdad que eran descartables más allá de unos
pocos relatos que por escrito le indicó a Max Brod? No se sabe. No lo sabemos.
Pero es raro imaginar leyendo por ejemplo en sus diarios desde Esquemas de características de las pequeñas
literaturas (1911) hasta anotaciones como Sin peso, sin huesos, sin cuerpo, anduve dos horas por las calles, y
medité lo que había conseguido esta tarde al escribir (6 de junio de 1912)
que no reconocía ningún valor en gran parte de su obra.
Brod murió en 1968 en Israel, adonde huyó en 1939 llevando con él los archivos de Kafka. Entonces fue Esther Hoffe, su secretaria, la que heredó los papeles del escritor checo que escribió toda su obra en alemán. Ella le vendió al coleccionista Heribert Tenschert en 1991 los originales de El proceso en dos millones de dólares y él se los donó al Archivo Schiller de Marbach en Alemania. A la muerte de Esther , Eva Hoffe, su hija, heredó los archivos y trató de venderlos pero el estado israelí los reclamó y desde entonces fueron a parar a cajas de seguridad de dos bancos. Hoy nadie tiene acceso a la obra inédita de Kafka. Eva Hoffe vive en Tel Aviv, en la misma casa que vivió su madre, tiene alrededor de 80 años, comparte su hogar con 50 o 60 gatos, y no da entrevistas ni recibe a nadie.
Leí por primera vez La metamorfosis, traducida por Borges, a los 20 años para rendir
una materia de la carrera de letras en Rosario. En el mismo libro había otros
relatos y la editorial le atribuía la traducción de todos a Borges pero no era
cierto. El profesor, cuando terminé de exponer, me dijo que me haría una sola
pregunta: ¿qué simbolizaba la transformación de Gregorio Samsa en un
insecto? Dije que la pérdida de la identidad y la discriminación de los judíos.
El profesor me preguntó qué más. Le di un puñado de respuestas y él negaba con la cabeza. Por fin me
dijo que era una pena porque había dado un gran examen pero que sólo me ponía
un Bueno. La respuesta que él quería
escuchar era: la deshumanización. Seguí
leyendo a Kafka casi como un destino, incrédulo y fascinado. Escribí relatos
copiando y exorcizando la influencia de Kafka. El único que recuperé en alguno
de mis primeros libros se llama El Sr. C
y es algo así como una deriva de la ecuación posible que A y B formulan en Una confusión cotidiana. Las tres
novelas publicadas después de su muerte (América,
El proceso y El
castillo ) nunca me parecieron inconclusas, como si un
efecto kafkiano las completase más allá de las certidumbres y dudas de Kafka.
Todo, entonces y ahora, se parecía y se parece demasiado a otra confusión
cotidiana. Destinos kafkianos. Tampoco seguí estudiando letras.
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