263. Kafka

  
   La obra de Kafka es el gran oráculo de los siglos XX y XXI, la premonición más certera, la intuición estremecedora, la percepción inteligente de las tendencias de una época que conducía a otra más opaca, fulminante y cruel. La literatura contemporánea no tiene otro escritor que haya advertido los signos de las transformaciones que se avecinaban y que los haya interpretado y expuesto con lucidez, horror, ironía y, a veces, hasta con un sentido del humor propio de los que desfilan hacia el propio Calvario. En Kafka están los campos de concentración nazis y los tatuajes o números que identificarían a las personas entrevistos por lo menos veinte años antes (En la colonia penitenciaria, publicado en 1914); en Kafka está el distanciamiento absoluto del poder y de sus súbditos, la enajenación desesperante de una realidad aparentemente conocida, y la disolución o desmaterialización del sujeto en sociedades alienadas donde el único orden y la única justicia se ejercen con claves inaccesibles para sus rehenes.
   En El canon occidental que va desde Dante hasta Borges con centro en Shakespeare, Harold Bloom establece 26 obras canónicas en función de su valor estético y del placer que brinda su lectura, valores que la crítica académica sobre todo no toma en cuenta desde hace largos años. Y al llegar al siglo XX, Bloom, elige a nueve escritores como enteramente representativos: Freud, Proust, Joyce, Woolf, Kafka, Borges, Neruda, Pessoa y Beckett. Hay algo terminal en esta elección y en este libro publicado por primera vez en 1994: ninguno de estos nueve escritores estaba todavía vivo, y a la hora de señalar un centro para el microsistema contemporáneo se decide por Kafka.
   W.H. Auden creía que Kafka era el espíritu concreto de nuestra época. Ciertamente, “kafkiano” ha adquirido un significado siniestro para muchos de entre nosotros, quizá se ha convertido en un término universal para lo que Freud denominaba “lo siniestro”, algo que nos es al mismo tiempo familiar y extraño. Desde una perspectiva puramente literaria, ésta es la época de Kafka, apunta Bloom. Y no es temerario sostener que a tal punto lo es, lo fue, lo sigue siendo, que incluso el gesto de renunciar a la inmortalidad lo hace más contemporáneo todavía. Kafka sólo publicó en vida alrededor de 40 relatos breves incluída La metamorfosis y dejó ineditas tres novelas inacabadas y una cantidad todavía desconocida de relatos, diarios, aforismos y cartas. Como si el mismo hecho de publicar o no publicar fuera un efecto kafkiano en la puesta en crisis de los conceptos de necesidad y trascendencia.
   Los hechos de la vida de Kafka no proponen otro misterio que el de su no indagada relación con la obra extraordinaria, escribió Borges en una nota de 1937. Y es así. ¿Qué pensaba o creía Kafka de sus libros? ¿En qué lugar los ponía? ¿Consideraba de verdad que eran descartables más allá de unos pocos relatos que por escrito le indicó a Max Brod? No se sabe. No lo sabemos. Pero es raro imaginar leyendo por ejemplo en sus diarios desde Esquemas de características de las pequeñas literaturas (1911) hasta anotaciones como Sin peso, sin huesos, sin cuerpo, anduve dos horas por las calles, y medité lo que había conseguido esta tarde al escribir (6 de junio de 1912) que no reconocía ningún valor en gran parte de su obra.


   Poco antes de morir en 1924, casi a los 41 años, Kafka instruyó a su amigo Brod para que quemara todos sus papeles inéditos y muchos de los publicados. No lo hizo una vez sino dos, en los dos casos por escrito, y es sabido que fue la decisión de Brod de no cumplir con el pedido lo que salvó del fuego sus novelas inéditas y una cantidad no precisada de originales que hoy es imposible consultar, depositados como están en cajas de seguridad de bancos de Israel y Suiza. Nada más parecido a una historia kafkiana salpicada de vicisitudes casi incomprensibles.
   Brod murió en 1968 en Israel, adonde huyó en 1939 llevando con él los archivos de Kafka. Entonces fue Esther Hoffe, su secretaria, la que heredó los papeles del escritor checo que escribió toda su obra en alemán. Ella le vendió al coleccionista Heribert Tenschert en 1991 los originales de El proceso en dos millones de dólares y él se los donó al Archivo Schiller de Marbach en Alemania. A la muerte de Esther, Eva Hoffe, su hija, heredó los archivos y trató de venderlos pero el estado israelí los reclamó y desde entonces fueron a parar a cajas de seguridad de dos bancos. Hoy nadie tiene acceso a la obra inédita de Kafka. Eva Hoffe vive en Tel Aviv, en la misma casa que vivió su madre, tiene alrededor de 80 años, comparte su hogar con 50 o 60 gatos, y no da entrevistas ni recibe a nadie.
   Leí por primera vez La metamorfosis, traducida por Borges, a los 20 años para rendir una materia de la carrera de letras en Rosario. En el mismo libro había otros relatos y la editorial le atribuía la traducción de todos a Borges pero no era cierto. El profesor, cuando terminé de exponer, me dijo que me haría una sola pregunta: ¿qué simbolizaba la transformación de Gregorio Samsa en un insecto? Dije que la pérdida de la identidad y la discriminación de los judíos. El profesor me preguntó qué más. Le di un puñado de respuestas y él negaba con la cabeza. Por fin me dijo que era una pena porque había dado un gran examen pero que sólo me ponía un Bueno. La respuesta que él quería escuchar era: la deshumanización. Seguí leyendo a Kafka casi como un destino, incrédulo y fascinado. Escribí relatos copiando y exorcizando la influencia de Kafka. El único que recuperé en alguno de mis primeros libros se llama El Sr. C y es algo así como una deriva de la ecuación posible que A y B formulan en Una confusión cotidiana. Las tres novelas publicadas después de su muerte (América, El proceso y El castillo) nunca me parecieron inconclusas, como si un efecto kafkiano las completase más allá de las certidumbres y dudas de Kafka. Todo, entonces y ahora, se parecía y se parece demasiado a otra confusión cotidiana. Destinos kafkianos. Tampoco seguí estudiando letras.
   

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