150. Vida Real: El exilio I

José López Rega e Isabel Perón, 1975

La Triple A

 * Un 28 de diciembre, día de los Inocentes en el santoral cristiano, me subí a un avión de Aerolíneas Argentinas y me fui del país. Era un domingo. Llegué a Buenos Aires, desde Rosario, en el auto de quien era mi suegro, Sasha Stilmann, y tuve tiempo de despedirme de mi padre, que vivía en un departamento de la calle Medrano, y de Osvaldo Soriano, no muy lejos de ahí, en Salguero. A Ezeiza, cerca de la hora del vuelo, llegó mi madre de Mar del Plata. Mis padres no entendieron bien en ese momento por qué yo me iba a Barcelona si no era un guerrillero, un subersivo o un terrorista según una jerga militar que no ha caído del todo en el olvido.

* Un par de semanas antes, creo que fue el sábado 13, llegué a la librería Signos en la calle Córdoba 1417, enfrente de la Bolsa de Comercio, al mediodía. Había ido a comprar algunos regalos de navidad. Me recibió mi socio, el poeta Hugo Diz, y me dijo que tenía dos noticias para darme, una buena y una mala. He contado más de una vez que de la buena no pude acordarme nunca más. La mala era una amenaza de muerte de Las Tres A, o Triple A, o Alianza Anticomunista Argentina (AAA). Un sobre blanco, una hoja blanca, unas pocas líneas: debía dejar de vender inmediatamente “literatura marxista” en mi librería y no sé qué más. El final me dejó una marca indeleble: “Le va en ello la vida y la infraestructura del local.  Por Dios y por la Patria”. Firmado: AAA.

* En los días siguientes hice consultas con abogados rosarinos de relieve, los demócrata-progresistas Rafael Martínez Raymonda y Alberto Natale entre otros. Los dos, y otros, me dijeron lo mismo: podía presentar un recurso de amparo y me pondrían custodia policial, la misma custodia -me dijeron- que estaría tomando un café cuando me fueran a buscar o a poner una bomba en la librería. Que se trataba de una campaña de terror, me dijeron, y que probablemente las cosas no pasarían a mayores, pero que si había que dar un escarmiento yo y mi librería (especializada en literatura, psicoanálisis y ciencias sociales) estaríamos en los primeros lugares. Por eso, me dijeron, era mejor que no durmiera en mi casa durante las semanas siguientes y que sacara de la vista, en la librería, el “material de izquierda”.

* Mis amigos en las organizaciones revolucionarias, Montoneros y ERP, fueron más claros: yo no estaba encuadrado (yo no militaba) y no podían hacer nada. Lo mejor era, casi seguro, que me fuera del país por un tiempo, hasta que aclarara... Entonces recuerdo que era raro caminar por las calles de una ciudad que tenía la sede de la Triple A en el centro, que veía pasar los Falcon con brazos en las ventanillas empuñando Itakas y que convivía con interminables operativos rastrillo del ejército, una ciudad ocupada pero que no quería pensar que el golpe de Videla y sus adláteres estaba a la vuelta de la esquina. Era raro haber limpiado la librería y ver entrar todos los días a un indisimulable policía de civil que pedía “El manifiesto comunista” porque un compañero lo había comprado ahí la semana anterior, y era raro verlo dirigirse a la estantería donde, efectivamente, había estado hasta la semana anterior la Pequeña Biblioteca Marxista Leninista de la editorial Anteo...

* Dormí la primera semana en la casa de Tini Tinivella, novia del Negro Fontanarrosa, y en esos días decidí irme a Barcelona. Mi mujer se quedaría un par de meses más para despedirse de su trabajo en Aerolíneas, dejar en orden nuestro departamento y hacer todo con un poco más de calma. La segunda semana me trasladé a la casa de Sasha Stilmann. Me costaba cada vez más ir a buscar ropa o lo que necesitaba a mi casa, incluso en pleno día y acompañado. Entré, creo, en pánico, y vivía esperando el momento en que el avión levantara vuelo. Conseguí un pasaje para el día de los Inocentes.


* Así que llegué a Barcelona el lunes 29 de diciembre de 1975 después de bajar primero en Madrid y enlazar con el Puente Aéreo. Estaba nublado, hacía mucho frío y creo que había aguanieve en el aire. No parecía un día laborable. Y era raro entrar en la habitación que me habían prestado en un aparthotel, sentarse en la cama y dejar pasar el tiempo hasta que llegara la hora de ir a comer milanesas con papas fritas en a la casa de una pareja de amigos. Era raro que entonces se cortara la luz, quedar a oscuras en esa habitación desconocida, bajar por eso a la recepción, tomar un café en el bar que había en la recepción y después salir a caminar hasta que volviese la luz. Era raro bajar por Vallcarca y llegar, apenas aterrizado en Barcelona, a la avenida de la República Argentina.

Barcelona: la primera nochevieja

Barcelona desde la montaña del Putxet

* Llegué a la ciudad condal con 1.000 dólares que era todo lo que pude llevarme y con un cheque por otros 700, el anticipo que me había pagado Alberto Cousté por la publicación de un par de novelas en el Círculo de Lectores de España. No sabía cómo pero era todo el dinero que tenía y con el que debería quedarme a vivir ahí.

* Tenía dos amigos: el Coque Bianco y el Beto C. Las milanesas con papas fritas de la primera noche fueron en la casa del Beto C. que vivía con su mujer en la zona más alta y empinada de la calle del Putxet, a unas seis cuadras, digamos, de la la Plaza Lesseps. La casa del Beto C. era -lo supe enseguida- algo así como un asilo frecuente de una serie de seres que andábamos sin ancla por el mundo. Caía por ejemplo la Sole, una especie de hippie muy alta que vivía en un molino en Ibiza y que con notable calma y habilidad armaba sin parar porros de haschisch; caía Nurit, una vecina catalana que vivía sola y que seleccionaba con ojo infalible a sus amantes; caía el Coque Bianco, tan argentino y arquitecto como el Beco C. para ver el Barça contra el Athletic de Bilbao; caía la Tina, rara, rubia, con capas negras y guantes y que llevaba ya un año enamorada del Negro Fontanarrosa que había pasado por Barcelona a finales de 1974.

* Entonces comíamos, y después tomábamos Magno o Torres 5, humildes y nobles cognacs, y hablábamos de política argentina y de política española. Franco había muerto apenas 40 días antes y Carlos Arias Navarro seguía siendo el presidente del gobierno, pero seis meses después, en junio de 1976, el Rey lo reemplazó por Adolfo Suárez.  A principios de mayo había empezado a salir el diario El País. La transición política española estaba en marcha y ese sería un proceso que me acompañaría en todos aquellos años y del que aprendí los pasos de una forma de construir una democracia.

* Fue el Beto C., que en esos dias cobraba el seguro de desempleo, quien me hizo saber que mi ansiedad por salir a buscar trabajo debería moderarse porque hasta después de Reyes ahí no había nada que hacer. Así que me acompañó en largas caminatas por el barrio en busca de cartelitos que dijeran “Dueño alquila”. Así conseguí el primer departamento en la Plaza Lesepps, un duplex chiquito pero con gracia que, desde una ventana, dejaba ver la montaña del Putxet.

* Pronto se aprendía también que la Argentina había pasado a ser una borrosa ausencia. No había por supuesto Internet, las llamadas telefónicas eran carísinas, una carta tardaba mínimo dos semanas y algún ejemplar de Clarín con cuatro o cinco días de atraso se conseguía en las Ramblas como si dijéramos, en plata de hoy, a $ 60.- Muy pronto llegaría también la comprobación de que mi biblioteca había quedado del otro lado y que cada libro que necesitaba o quería leer era un gasto nuevo y extra.

* Bajando la cuesta de la casa del Beto C., en la esquina de la calle del Putxet, había un pequeño bar y restaurante al que iba todo el barrio, a cenar o a tomar copas. Era un lugar de encuentro y allí me sentí pronto como en mi casa todo el tiempo que viví en Barcelona. La noche del 31 de diciembre de 1975 habíamos reservado una mesa para comer y festejar ahí, despedir la nochevieja y clavarse las 12 uvas. Un poco más temprano aparecieron Oscar Masotta y Susana Lijtmaer, que llegaban para ir primero a Londres y en seguida volver a Barcelona donde Masotta fundó La Escuela Freudiana.Brindamos. Hablamos de política. Les dí contactos que tenía en Italia. Y se fueron.


* Ya estábamos en la mesa, a la altura inicial de los fiambres, cuando de pronto se materializó Tina. Rubia, rara, irresistible con una capa negra. La acompañaba un tipo elegante, con canas y una sonrisa breve pero cordial para con todos. Era raro estar ahí, lejos de todo, si se quiere, y al mismo tiempo en el centro de una escena inicial. Eran los primeros momentos de una lejanía que dejaría fuertes marcas pero la belleza modernista de Barcelona, un montón de días en los que no había casi nada que hacer y un puñado de flamantes amigos me acompañaban sin ponerle el acento a nada. Así empezó el exilio.

El sello

Barcelona, Perpigan, y en el límite entre España y Francia el Principado de Andorra

* El sello que la policía ponía en los pasaportes en el aeropuerto de Barajas, Madrid, era una visa con tres meses de validez durante los cuales se podía permanecer legalmente en España. Cumplido ese tiempo las cosas se complicaban. Los acuerdos con la Argentina y con los países hispanoamericanos en materia de residencia y de doble nacionalidad no se cumplían y la situación de hecho era que las autoridades negaban en principio cualquier otra cosa que no fuera un nuevo permiso de permanencia.

* El sistema era perverso: un argentino podía pedir el permiso de residencia en España, le correspondía por ley. Pero cuando lo pedía le reclamaban el permiso de trabajo. Cuando uno, trabajara o no, intentaba conseguirlo la exigencia era presentar el permiso de residencia: una especie de juego del huevo y la gallina o de implacable cinta de Moebius que hacían que quedaras igual que antes pero peor: ilegal y humillado.

* Así que a falta de otras posibilidades cada tres meses salía de España para obtener un nuevo sello con validez por otros tres meses. Hacer esto en avión simplificaba el trámite porque Inmigraciones en los aeropuertos eran un poco más flexibles. Pero yo y muchísimos más argentinos que aterrizamos casi aluvionalmente en España entre fines de 1975 y 1978 no teníamos al principio posibilidad económica de algo tan simple. Entonces, desde Barcelona, los destinos más frecuentes eran Perpignan, una pequeña ciudad francesa muy cerca de Catalunya apenas atravesados los Pirineos, a la que los catalanes acudían durante el franquismo para conseguir libros y discos y para ver películas prohibidas; y si no, Andorra, un módico principado para esquiar a precios accesibles y, en mi caso, para comprar bebidas, cigarrillos, quesos franceses y chocolates suizos con la facilidad que daba el que era un puerto libre.

* Después, si volvíamos de Andorra, bajábamos de los 2.000 metros sobre el nivel del mar a través también de los Pirineos y se llegaba al puesto español de la policía de fronteras. Recuerdo la noche de un domingo: había ido en un Fiat 600 con una pareja amiga. Nos revisaron enteros el equipaje y el auto, nos hicieron mil preguntas y por fin nos dijeron que  siguiéramos. Yo le dije al oficial que nos maltrataba que por favor me sellara el pasaporte. Me dijo que no y que me fuera de una vez. Le dije que no podía negarse a poner el sello si alguien se lo pedía. Me miró. “Ven”, me dijo. Fuimos al interior del puesto. Miró mi pasaporte página por página. Y antes de descargar el sello donde se le dio la gana volvió a mirarme.  “Si vuelves por aquí...”, me dijo mientras me agarraba de la campera y me llevaba casi en el aire hasta el Fiat, “Si vuelves por aquí y estoy yo... y quiero aclarate que siempre estoy... ¡tú no entras nunca más a España!”

* Las movilizaciones y actos de las agrupaciones y los partidos políticos de izquierda de España eran frecuentes en los primeros tiempos de la transición a la democracia. No fui a todos, pero me asomé a algunos. En las primeras semanas, nomás, una manifestación en las Ramblas fue atacada a cadenazos por los guerrilleros de Cristo Rey, una de las facciones armadas en los finales de la dictadura de Franco. Me refugié en una tienda, frente al mercado de la Boquería a dos pasos del barrio Gótico. Estos ataques continuaron hasta 1980 por lo menos pero las facciones terroristas de derecha se fueron debilitando en la medida en que el proceso político iba hacia las primeras elecciones generales, que ganaría Felipe González, en 1982.


En los últimos meses de 1978, a punto de cumplir tres años en Barcelona, el ministro de gobierno Rodolfo Martín Villa, un franquista adicto a la represión violenta de obreros y estudiantes, amenazó con echar del país a todos los ilegales, por un lado, y por otro autorizó a la policía a sellar los pasaportes como se hacía en los puestos de fronteras. Entonces uno iba a pedir el permiso de residencia, pero no tenías el permiso de trabajo: entonces te sellaban el pasaporte y este acto se entendía como un permiso de permanencia por otros tres meses. A cambio de eso un sello en rojo te decoraba el pasaporte: “No autorizado a trabajar en España”.

Los primeros años del exilio

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Dirigir una colección de novelas policiales: mi primer trabajo con continuidad

* Yo había dejado una vida hecha. Tenía una librería en Rosario, un departamento no muy chico que miraba al Paraná y a las islas, y terminaba de escribir “El cerco”, quizás la novela más importante de mi juventud. Hubo que empezar de nuevo. Eso estuvo bien. Descubrir a la fuerza que el pequeño burgués progresista que se me había dibujado encima podía poner de nuevo manos a la obra.

* Los primeros trabajos fueron informes de lectura. Una carta de Juan José Saer me llevó a Jordi Estrada, su editor en la editorial Planeta donde ya había publicado “El limonero real”. Jordi, un tipo impecable, me puso a leer primero novelas que aspiraban al concurso más famoso de la lengua castellana. Más leías, más leías. Y en consecuencia más cobrabas. Lo hice a conciencia. Tanto que recomendé de más un libro y me llamaron para que le explicara al jurado de qué se trataba porque había llegado a finalista. El mismo Jordi Estrada me ofreció después escribir artículos para esas enciclopedias que se vendían por fascículos en kioscos. Me tocó Borges. Todo Borges. La biografía y entrada para todas las obras. Eso me llevo a leer y releer todo Borges. Descubrí en aquel momento, sobre todo, la poesía de Borges. Se diga lo que se diga fue un poeta iluminado.

* Así pasó un tiempito, tiempo de vacas muy flacas. Me lavaba las camisas y me las ponía sin planchar, comía salchichas y ravioles en lata, viajaba en subte y autobuses o caminaba, organizaba los trayectos de todos los días de manera que rentabilizaran las entregas de trabajo con los cobros. Hasta que una carta de Franco Basaglia me acercó a Beatriz de Moura y a la editorial Tusquets, y Alberto Cousté (del Círculo de Lectores), me recomendó a Ricardo Rodrigo en Bruguera. Beatriz de Moura me encargó la traducción del italiano de una antología de textos y autores líderes en antipsiquiatría (la antipsiquiatría fue una tendencia que dominó la década de los años ’70 contra la metodología intrusiva y, poniendo en cuestión el concepto de salud mental, propuso hospitales de puertas abiertas y el reingreso de los enfermos a la sociedad; fue liderada por David Cooper, R.D. Laing y Franco Basaglia entre otros). Y Ricardo Rodrigo, después de una multitud de labores menores, me pidió que le presentara el proyecto de una colección de novelas policiales: así nació la Serie Novela Negra que dirigí casi hasta el fin de mi estadía en Barcelona.

* Mi mujer llegó en abril de 1976 y vivimos juntos dos años más: el exilio (y en este caso por razones bien diferentes) suele ser una prueba decisiva para las parejas y las convivencias. De modo que aquel verano europeo del ’78 nos separamos y pasé el mes de junio prendido del mundial de fútbol. Habíamos discutido mucho, los argentinos, si estábamos a favor o en contra de ese campeonato monitoreado por la dictadura y de que Argentina saliera campeón o no. Yo estuve en contra hasta que la selección apareció el 14 de junio en la cancha de Rosario Central y le ganamos a Polonia 2 a 0 con goles del Marito Kempes. ¿Para qué negarlo? Mi corazón canalla selló el conflicto y de ahí en más quise la coronación. Pero fue duro ver a los tres comandantes asesinos levantando los pulgares en la cancha de River como decrépitos emperadores.

* Más adelante compartí mis trabajos editoriales free lance con la publicidad: inventamos con un par de amigos una agencia de redactores y vendíamos o tratábamos de vender creatividad. No nos fue bien. Y por suerte hacia el final de esa agencia Rodrigo me ofreció entrar en Bruguera. Nada como un trabajo fijo, legal, en regla para cambiarte la vida en el exilio. Pasé a contar con la Seguridad Social, cobraba cuatro aguinaldos por año y una paga más en concepto de participación en los beneficios, y tenía vacaciones. A veces por mi casa aparecía la Tina, siempre vestida de negro, siempre en tránsito entre Portugal y Suiza, por ejemplo, donde vivía ocupando viviendas y enganchada con yonkies o con muchachos perdidos en sus propias redes. A veces se quedaba dos o tres días, me hablaba por supuesto del Negro Fontanarrosa -del que seguía enamorada y al que le había ofrecido irse a vivir a Rosario-, salíamos a tomar carajillos de cualquier cosa, desde cognac y whisky hasta aguardiente, y un día se iba. Me pedía un poco de plata para comprarle heroína a su chico, me acariciaba el pelo, me besaba en los labios y desaparecía.

La segunda parte de esta crónica, la única que he escrito, subirá a Vida Real 3.0 en dos días.
La crónica completa se publicó en varias entregas en el blog de Telam entre diciembre y enero de 2011.

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