Clatskanie, Oregón, Estados Unidos, 1938- Port Angeles,
Washington, Estados Unidos, 1988
Raymond Carver
Cuatro libros de cuentos le fueron suficientes para que su nombre se incrustara entre los grandes escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX: "Quieres hacer el favor de callarte, por favor" (1976), "De qué hablamos cuando hablamos de amor" (1981", Catedral (1983), y "Elephant" (1988) traducido como "Tres rosas amarillas". Sufrió en su primer libro el desconcierto de la crítica pero después le fue llegando un reconocimiento creciente. El año de su muerte ingresó en la Academia Americana de Artes y Letras. Entre las polémicas que despertó su estilo, ya que se lo considera entre los grandes minimalistas y el creador del realismo sucio, ocupa un lugar predominante la afirmación de que su editor en la revista Esquire, Gordon Lish, corrigió encarnizadamente los cuentos de Carver hasta darles la forma final. El chileno Roberto Bolaño no dudó en afirmar que fue, junto con Chejov, el mejor cuentista del siglo. Es casi una paradoja, entonces, que el relato llamado "Tres rosas amarillas" esté dedicado a los últimos días del escritor ruso.
*
Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos
problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas
voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales
obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me
hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas,
se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy
tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi
dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena
alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando
andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me
ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor
que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del
infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de
talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera
posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma
de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es,
por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John
Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con
William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos
en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia
Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula
K. LeGuin... Cualquier
gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con
su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se
trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que
pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que
diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a
nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las
cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en
encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días,
sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de
tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces
tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del
escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa;
pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá
rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la
que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó
a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible.
Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas.
Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes
permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está
pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una
gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo
de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres
por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al
primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado,
cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una
pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no
prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa,
puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de
juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de
parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus
lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John
Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que
participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en
la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se
lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los
escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía
que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con
las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco
los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a
menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de
imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia
que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa
escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del
mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan
lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin
habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte
interesante para un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria
original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas
-Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no
sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de
apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto
de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a
la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía
Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se
desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su
mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible
hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y
dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una
piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder
renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo,
provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran
las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que
más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se
disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que
se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel,
Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede
despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le
corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión
de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo
escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes
estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto
tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra
y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan
significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje
con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la
expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras,
enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos
ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser
comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este
tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión
de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus
esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No
sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi
problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus
posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo
podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber
elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos
escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan
difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para
vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin
justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery
O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor
que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una
historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los
escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto.
Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo
jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al
final:
"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D.
acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma
haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi
que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al
marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna
de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé
con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que
alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un
secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me
decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo
leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy
bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más
días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando
sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas
palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese
comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario.
Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo.
Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana,
brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un
poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la
historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a
escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me
amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se
contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que
las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de
que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental
de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla
desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas
que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en
ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de
todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo
vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de
integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un
instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y
significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de
sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su
inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la
proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de
qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un
lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle
que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos
detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje
preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas
que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual
significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas,
manifestar todos los registros.
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