248. Carmen Balcells: Dama de Letras

Foto: Carmen Secanella (El País)
La dama de hierro de los derechos de autor
          ¿Imaginó Carmen Balcells, a los 24 años, cuando inauguró su agencia literaria en 1954, que democratizaría las relaciones entre las editoriales y los escritores?
          ¿Imaginó que reclutaría a los escritores más exitosos de su tiempo, los españoles Rafael Alberti, Camilo José Cela, Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán o Eduardo Mendoza, y los latinoamericanos Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso o Juan Carlos Onetti?
          ¿Imaginó que 55 años después, como acaba de realizarse, vendería su archivo compuesto por originales, cartas, fotos, inéditos y un sin fin de documentos, papeles y papelitos al Ministerio de Cultura de España en 3 millones de euros?
          Es probable que sus deseos más ambiciosos no hayan llegado a tanto.
          Pero Carmen Balcells no desembarcó en el muy complejo y arbitrario mundo de la edición para pasar desapercibida o para ser una figurita más en el elenco de actores de reparto.
          Habrá sido el don de la anticipación o una casualidad venturosa de esas que a veces cristalizan en la realidad, pero lo cierto fue que en 1963 Vargas Llosa ganó el premio Seix Barral con La ciudad y los perros, que en el mismo año Julio Cortázar publicó Rayuela, que en 1962 Carlos Fuentes dio a conocer La muerte de Artemio Cruz y en 1965 José Donoso entregó El lugar sin límites, y que en 1967 el inefable Gabriel García Márquez lanzó Cien años de soledad.
          El llamado boom de la literatura latinoamericana estaba servido. Sólo faltaba la cabeza clara y fría que lo descubriese. Balcells lo hizo. Y cimentó con ese hallazgo el perfil de su agencia que desde entonces no dejaría de crecer.
          Instalada en su despacho de la Diagonal, en la plaza de Calvo Sotelo, Barcelona, Carmen Balcells ha gobernado con mano de hierro y con serenidad real su negocio, que ha sido -en definitiva- el negocio de sus autores. Nadie como ella ha sabido decir que no o cerrarles las puertas en las narices a los editores más duros haciendo saber al mismo tiempo, y sin decir una palabra, que no era el portazo final.
          Hasta la llegada de Balcells la mayoría de las editoriales les hacían firmar a los escritores contratos que no establecían el tiempo de la cesión de derechos, el área geográfica para la cual se cedían esos derechos, anticipos a cuenta de los mismos derechos y a veces ni siquiera el porcentaje que les correspondía.
          Con Balcells todos aprendimos que un contrato básico debe decir expresamente que el autor cede los derechos de publicación de una obra, que esos derechos tienen una validez de tres a cinco años, que el área para un escritor hispanoamericano es -máximo- el área de la lengua castellana (pero nunca el mundo entero) y que el porcentaje que le corresponde al autor es, promedio, del 10% del precio de tapa de cada ejemplar vendido.
          Después Balcells avanzó, para defenderlos, sobre los derechos subsidiarios, que son todos aquellos que el contrato no cede: diferentes formatos (bolsillo, rústica o tapa dura); otros soportes; adaptaciones para cine, teatro y televisión; traducciones, etcétera.
          Por último, o en primer lugar, Balcells acostumbró a los editores a tratar y a negociar con los agentes literarios y no con los escritores.
Foto: Joan Sánchez (El País)
          Los años ’70 y ‘80 fueron años de coronación y gloria para Balcells: Marsé, por ejemplo, ganó el Premio Planeta (1978); Juan Carlos Onetti obtuvo el Premio Cervantes (1980); y García Márquez se alzó con el Nobel (1982). Este camino, lleno de galardones, lo inició Vargas Llosa en 1966 cuando se hizo con el Premio Rómulo Gallegos para su novela La casa verde (1967). Cela recibió el Nobel en 1989, Aleixandre lo había obtenido en 1977 y Neruda en 1971.
          ¿Qué más podía esperar Carmen Balcells?
          Más. Siempre más.
          Hoy ha salido de un embudo financiero al vender su mítico archivo en 3 millones de euros. Y ha dicho que destinará una parte de ese dinero para hacer frente a las peripecias que la tecnología está imponiendo en el mercado tradicional del libro.
          Del fervor y agradecimiento de sus autores daba cuenta hace unos años una leyenda escrita por García Márquez en toda una pared del despacho de Balcells con carbonilla gruesa:
          Si tuviera otra vida me gustaría ser agente literario y representar a un autor tan genial como yo.
          A veces, en esos años, Carmen Balcells me citaba a última hora de la tarde en su despacho. Yo trabajaba en la editorial Bruguera. Acordábamos lo acordable y después charlábamos mientras ella firmaba la correspondencia del día, atendía algunas llamadas y me contaba historias.
          Por mi parte, Balcells me representó desde 1977 hasta 1996, casi 20 años. Fue, en todo ese tiempo, una buena amiga, generosa y cordial, y me consiguió contratos saludables. Renuncié a su agencia, de común acuerdo, cuando ya en Buenos Aires yo trabajaba en Alfaguara y las negociaciones por la obra de Julio Cortázar nos enfrentaron. Los dos, entonces, preferimos poner a salvo nuestra relación personal. Pero eso fue más adelante.
          En aquel tiempo, mientras hablábamos en su oficina, un día llamó García Márquez desde México. Necesitaba el número exacto de latinoamericanos exiliados en España para escribir una nota. De inmediato, alguien de la agencia comenzó a llamar a todos los consulados para tratar de llegar a una cifra.
          Otro día llamó Vargas Llosa. Estaba en las antípodas y había perdido su American Express. Balcells cortó, hizo una llamada y gestionó un duplicado de la tarjeta que al día siguiente debía ser entregado en… las antipodas.
          En otra de las paredes de su despacho había fotos de algunos de sus autores. No estaban todos. Pero no faltaba ninguno. Mientras ella revisaba un contrato en francés antes de mandárselo al autor yo miraba las fotos. Entonces Carmen aprobó el contrato, se levantó de su silla, me invitó a tomar un gin tonic en el bar de abajo y empezamos a salir. Pero había pescado mi mirada. Sonrió (Carmen Balcells también sonríe) y me dijo:
          Te pago la copa si adivinas a quién quiero más.
          Obvio: no acerté ni a la tercera.
          Salimos del despacho y bajamos por el ascensor con puertas tijera. Nos sentamos a una mesa en la terraza del bar, frente a la plaza de Calvo Sotelo. Pedimos los tragos. Seguimos charlando hasta tarde. Pedimos más copas. Y, por supuesto, yo pagué la cuenta.

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