Beatriz Sarlo: Ex profesora de literatura. Hoy columnista política del diario La Nación
* El punto de partida de estas notas (no son más que eso:
apuntes, especulaciones, preguntas) es que cada día entiendo menos a qué le
llamamos literatura argentina. Se intenta, en general, entenderla como un
cuerpo amplio y único (cosa que nadie ha logrado explicar de una manera
convincente) o como un sistema de inclusiones y exclusiones. Tampoco se trata
de la historia de una literatura. Para eso haría falta un rigor menos
especulativo o más ecuánime.
* El lector, el lector de a pie, el lector laico, suele no
saber o no saber en detalle algunas cuestiones que se debaten en la interna de
la corporación literaria como se debaten los nudos de los enfrentamientos
bélicos, y si en algún caso las conocen suele ser un conocimiento parcial o
anecdótico que, la mayoría de las veces, para ese lector, no tiene mayor
relevancia. El lector lee el libro que quiere y cuando quiere y no está ni
entrenado para situarlo en esas internas ni para pensar qué función cumple ese
libro para las cátedras en el seno de los enfrentamientos. El punto de vista de
ese lector es el que me gustaría recuperar para mí mismo en una especie de
deseo utópíco: volver a leer los libros de los escritores argentinos con el
placer natural u original de la lectura, ese placer con el que a veces leo por
ejemplo alguna novela alemana y no tengo mucha idea sobre tradiciones, canones,
debates y sobre todo de quiénes son hoy, más allá de las traducciones, los
escritores alemanes.
* Estas notas tienen un deliberado carácter fragmentario,
parcial y tentativo. No son afirmaciones, insisto, pero sí una forma de
merodear alrededor de algunas cuestiones que se discuten y siempre se han
discutido cuando se habla de literatura argentina.
* Por ejemplo: ¿por qué se ha pretendido y se pretende borrar del mapa a Julio Cortázar? ¿Por qué
ciertas cátedras se han negado a incluir a Cortázar durante años casi como una
sentencia o han delegado en sus docentes hacerlo? ¿Por qué los escritores y
críticos que no aceptan participar acá en mesas redondas y menos en mesas redondas
dedicadas a analizar la figura y la obra de Cortázar lo primero que hacen
cuando viajan a París, o a Madrid o a México para asistir a un congreso o
festival es sentarse en una mesa redonda y hablar de Cortázar, aun cuando
algunos traten de sacudirse la contradicción diciendo que el reconocimiento o
no de Cortázar es uno de los grandes problemas de la literatura argentina?
* También: ¿quién es el gran escritor argentino del siglo
XX, Borges o Arlt? ¿Y a quién se debe esta oposición crucial? No es suficiente
aquí la posible respuesta de que el reconocimiento de Arlt no significa
despreciar a Borges o viceversa. Ha habido y hay, desde David Viñas en adelante
por lo menos, críticos que han optado por Arlt subordinando la obra de Borges
como si se tratara de una rareza un poco inexplicable y otro poco apenas
interesante. Otra respuesta retórica sería que no se trata necesariamente de
una competencia acerca de la importancia de cada uno. Y esto podría ser cierto,
pero no para la elaboración del canon o canones a través de los cuales se
enseña la literatura argentina o un cierto cuerpo de escritores y obras. Si
todo canon requiere de un centro (en el sentido desplegado por Harold Bloom) no
es lo mismo que el centro esté ocupado por Borges o por Arlt o por Macedonio
Fernández.
* Y en este punto: situar a Macedonio Fernández en el centro
de algún canon sólo tendría sentido, me parece, si se tratara de un canon de la vanguardia. O de un
canon o subcanon de obras y escritores excéntricos -es decir, alejados del
centro convencional- y marcados por el espíritu crítico de las vanguardias. En
este punto las cosas se complican ante otra pregunta: ¿quiénes podrían integrar
ese canon en una tradición literaria que reconoce una mayor incomodidad y en
consecuencia una mayor experimentación en la poesía antes que en la narrativa. Y por qué,
además, los canones tienden a construirse con narradores antes que con poetas
-incluyendo las consabidas excepciones desde Oliverio Girondo hasta Alejandra
Pizarnik-. Por otro lado, ¿se podría hablar de una línea de vanguardia en el
campo literario local en la que coexistieran Macedonio Fernández, Osvaldo
Lamborghini y César Aira? No lo sé, pero es probable, aun cuando a César Aira
le ha tocado la época de la desaparición o neutralización de las vanguardias. Mientras
Macedonio Fernández opta por una deriva discontinua alrededor del vacío y de lo
inútil o el sinsentido, Lamborghini se sumerge en una parodia transgresora y
revulsiva casi siempre política, y Aira adopta el gesto de la indiferencia
hacia su propia obra pretendiendo que el peor de sus infinitos libros es
intercambiable con el mejor. Mientras tanto, si se forma parte del campo
literario, se percibe con claridad que las tensiones observadas y otras
persisten, y que en su seno se revuelve un incocultable malestar en la
literatura.
Alan Pauls desprecia la figura de Cortázar y a su obra
* El malestar en la literatura es sin dudas más amplio de lo
que intento esbozar en estas notas. Más allá del problema del lector y de la
falta de identidad que promueve un mapita miope y arbitrario de la así llamada
literatura argentina, en el seno de la corporación literaria los
enfrentamientos que casi no llegan al público son a veces de una dureza
desconcertante. O sólo comprensible como una estrategia para tratar de
sobrevivir. Por ejemplo: se usa hablar de los escritores muertos para no hablar
de los vivos. O ante la pregunta frecuente sobre qué está leyendo un escritor
se usa decir: “En este momento estoy leyendo a Jonathan Franzen”. A veces se
usan también, para sostener la extravagancia, aforismos contundentes: en el
Prólogo a la primera edición de “Los sorias” (1998) de Alberto Laiseca dice Ricardo Piglia , uno de
los grandes escritores contemporáneos: “”Los sorias” es la mejor novela que se
ha escrito en la Argentina desde “Los siete locos””. Unas líneas más adelante,
en el mismo Prólogo, Piglia desliza un comentario que parece escrito a
propósito de esta crónica: “Quiero decir que el repertorio de lo que llamamos
literatura argentina no forma parte del horizonte de Laiseca”.
* Se usa, también, seguir discutiendo (ya va para más veinte
años) si se trata de contar historias o de hacer experimentos que no cuenten
nada. En este punto algunos escritores extravagantes (no sólo Laiseca integra
este cuadro) y otros que hacen alarde de cinismo despliegan en sus libros de
qué se trata hoy: o inventan como Laiseca y Marcelo Cohen territorios
panópticos o se empeñan en frivolizar temas de alta complejidad como la
militancia de los ’70, la dictadura y los desaparecidos. La moda, respaldada
por el liberalismo de derecha de la hoy columnista política de La Nación y ex
profesora canonizadora de todos ellos, Beatriz Sarlo, consiste en pervertir lo
políticamente correcto a través de un procedimiento marcado con fuerza por el
cinismo y se lee sin tapujos en los libros de algunos otros autores de la
generación del ’80: Martín Caparrós y Alan Pauls entre los más visibles.
* Y así se van produciendo olvidos inducidos y sanciones
incomprensibles. Dos o tres ejemplos: ¿quién fue Héctor A. Murena en la llamada
literatura argentina? Murena no sólo escribió en casi todos los géneros;
también se le deben la difusión y/o traducción de pensadores como Jürgen Habermas, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Max
Horkheimer y Walter Benjamin, a quien trasladó por primera vez al castellano. Otro: ¿qué
fue de la llamada en España “generación perdida” cuando las cátedras acá
parecen no haber advertido todavía que la perdieron: Antonio Di Benedetto,
Héctor Tizón y la obra narrativa de David Viñas? No se sabe. Como tampoco se
sabe dónde quedaron los libros de notables escritores de los ’60 como Miguel
Briante, Germán Rozenmacher o Néstor Sánchez.
* Otra operación de política literaria que
perdió el rumbo fue la temprana canonización de Fogwill ratificada un poco más
adelante con la reedición de “Los pichiciegos”, la primera novela que tomó como
tema la guerra de las Malvinas. Fogwill fue básicamente un provocador que
avanzó sin parar hacia una derecha cuasifascista y que escribió un conjunto de
cuentos memorables y un puñado de novelas de interés relativo. Su ilimitada
agresividad impuso para su figura la protección que inspira el miedo a ser
agredido como lo hizo con la mayoría de los escritores argentinos que publican
en Anagrama, la editorial de
Jorge Herralde.
* Es también Piglia, en el mismo prólogo citado,
quien mejor ha definido muchas de estas cuestiones. Dice: “La lógica de la
guerra es la lógica de la literatura: nada de consenso, ni de diálogo, sólo la
lucha de las poéticas, los valores se definen en el campo de batalla y de
pronto alguien que es reconocido deja de serlo y otro, oscuro y casi
imperceptible, pasa a la luz pública”. Pero no todo está resuelto en esta
descripción prácticamente irrefutable de Ricardo Piglia.
* Como escritor hace años que dejaron de importarme los
efectos que estas cuestiones han tenido y tienen todavía sobre mis libros. A lo
largo del tiempo he escrito una obra con absoluta independencia y lejanía de
esos arrebatos que apenas tienen como objeto la erección en ideólogos de
algunos protagonistas, el dudoso poder de situar a Arlt por arriba o por abajo
de Borges, y quemarles la cabeza a muchos estudiantes que entraron a Puan con
la ilusión de escribir y salieron con una teoría acerca del mejor camino para
no poder escribir una palabra. La independencia siempre se paga. Pero en mi
caso fui un poco más adelante: me reí y me río de todas estas pequeñas miserias
en una novela: “La máquina de escribir” (Seix Barral, 1996). La trascendencia o
el olvido de mi obra se juega en otro escenario, no en este, a salvo del mal
humor de la crítica contemporánea.
* Redondeando: estas notas han ido acumulando más
afirmaciones de las que había imaginado. Y en algunos casos esas afirmaciones
se presentan de un modo casi binario y, por lo tanto, inestables. Es el
resultado, como suele decirse, del curso de los hechos y de una recopilación
espontánea. Guillermo
Martínez , un escritor reconocido en España por las mismas
novelas que aquí le valen castigos diversos, dijo en 2005 en México y en su ensayo “Un ejercicio de esgrima” del mismo año:
“La academia prefiere en general despreciar todas
estas distinciones e imaginar un monstruo perfecto. El mercado es el Mal y la
posición frente al mercado explicaría todo en la literatura argentina reciente”. Y
al referirse a qué papel juegan los lectores frente a estos debates
corporativos señaló: “Desde el banquito de la academia, los lectores, todos,
son seres intelectualmente inferiores que no podrían apreciar ninguna literatura
"riesgosa" y cuyas preferencias serán por definición, como parte del
dogma académico, siempre equivocadas”.
Ricardo Piglia: una mirada ecuánime y reflexiones que suman
* David Viñas, desde la revista “Contorno”
(1953-1959), fue uno de los primeros en encolumnar el rescate de Roberto Arlt en una
operación que culminaría oponiéndolo a Borges. La izquierda intelectual de
aquellos años encontraba entonces a su escritor insignia y Viñas no se preocupó
demasiado por exlicar su desprecio por la obra de Borges: le alcanzó con decir
que no le interesaba después de esgrimir un par de motivos teológicos (Borges
creía en un dios precristiano y eso estaría en la base de su individualismo
conservador...) que apenas tropezaron con la cáscara política del problema. Por
otro lado, fue también Viñas quien embistió por primera vez contra Cortázar en “Literatura argentina y realidad política: de Sarmiento a
Cortázar” (1970) con argumentos ya envejecidos, mucho más envejecidos que su
pronóstico de que la literatura de Cortázar no tardaría en envejecer. Los cuentos
de Julio
Cortázar mantienen un esplendor que el sistema de ideas literarias de Viñas no
ha conseguido oxidar en los lectores.
* Beatriz Sarlo ha sido para más de uno la mejor
profesora de literatura argentina que pasó por la carrera de letras
en Buenos Aires. Discípula de Viñas se declaró a la muerte del maestro su mejor
alumna y es posible que haya sido también la peor: más dogmática, más ensañada,
más gatillo fácil para la censura: de hecho es difícil encontrar en sus
programas algún libro de Cortázar, a quien se atrevió a dar parcialmente en el
año 2000 después de largos años de proscripción. En dos ocasiones señalé el
caso Cortázar en Sarlo. La primera vez fue en 1994, en público y en presencia
de ella. Lo aceptó diciendo que había confundido la literatura de Cortázar con
los efectos que causaba la literatura de Cortázar. Un argumento que se muerde
la cola pero en definitiva una aceptación. La segunda vez fue hace un par de
años cuando la revista cultural de La Nación, ADN, tergiversó por completo el
motivo de una entrevista que me hicieron y destacaron el mismo señalamiento.
Sarlo me respondió en su blog que eran mentiras y que si pudiera me borraría
restropectivamente de sus programas donde alguna vez me incluyó. Es decir, una
confirmación de su vocación de censor que alcanzó también sin ir demasiado más
lejos a Sabato, a Cortázar y a Soriano.
* A mí me parece que el escritor que mejor ha
intentado trabajar con muchos de los
temas de estas notas es Piglia. Sus hipótesis no están a salvo tampoco de
afirmaciones temerarias y de desvíos que a veces parecen caprichosos. Desde su
reivindicación militante de Macedonio Fernández hasta su ya mencionada
celebración de Laiseca. Sin embargo la relectura que hizo de los estilos de
Arlt, Macedonio y Gombrowicz vino a redefinir las posibilidades de la novela
argentina, del mismo modo que la reinterpretación de “El escritor argentino y
la tradición” de Borges fue la base sobre la que puso en cuestión la existencia
de una novela y, por extensión, de una literatura argentina. Al mismo tiempo
hay en Piglia un camino más ecuánime que en otros y tiene a su favor el
mérito de asumir sus contradicciones, como cuando sostuvo durante años que
había que escribir de espaldas al mercado y giró después diciendo, alrededor de
la publicación de “Plata quemada” (1997), que ahora le interesaba el mercado.
Desde su Teoría de las tres vanguardias y sus Seminarios sobre la novela
policial o la obra de Onetti pasando por las Tesis y Nuevas tesis sobre el
cuento Piglia ha desplegado una encendida vocación docente, aquí y en la
Universidad de Princeton (Estados Unidos), y ha difundido sus modos de leer la
llamada tradición.
* Por fin, repito: cada día entiendo
menos a qué le llamamos literatura argentina. Probablemente la cuestión no sólo
no tenga una respuesta única e inequívoca. Pero me permito sospechar de las
generalizaciones que no consiguen definir claramente el cuerpo al que se hará
objeto de estudio. Como cuando se habla de literatura latinoamericana y se
meten en la misma bolsa a escritores de México, Ecuador, Brasil, Chile, Perú y
Argentina como si una especie de unidad poética bolivariana permitiese hablar
en todos y en cada uno de los casos de lo mismo.
* Así que para decirlo con más transparencia aún, me declaro
apenas un escritor emérito ya desentendido de los problemas de la literatura
argentina, independiente y a salvo del falso fair play con que pretenden
moverse la academia y sus acólitos, y un lector entusiasmado con algunas
novelas de autores vernáculos. Pero no me pidan que establezca ningún vínculo
entre ellos en función de la literatura argentina.
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