146. Apostillas: Problemas de literatura argentina

Beatriz Sarlo: Ex profesora de literatura. Hoy columnista política del diario La Nación


* El punto de partida de estas notas (no son más que eso: apuntes, especulaciones, preguntas) es que cada día entiendo menos a qué le llamamos literatura argentina. Se intenta, en general, entenderla como un cuerpo amplio y único (cosa que nadie ha logrado explicar de una manera convincente) o como un sistema de inclusiones y exclusiones. Tampoco se trata de la historia de una literatura. Para eso haría falta un rigor menos especulativo o más ecuánime.

* El lector, el lector de a pie, el lector laico, suele no saber o no saber en detalle algunas cuestiones que se debaten en la interna de la corporación literaria como se debaten los nudos de los enfrentamientos bélicos, y si en algún caso las conocen suele ser un conocimiento parcial o anecdótico que, la mayoría de las veces, para ese lector, no tiene mayor relevancia. El lector lee el libro que quiere y cuando quiere y no está ni entrenado para situarlo en esas internas ni para pensar qué función cumple ese libro para las cátedras en el seno de los enfrentamientos. El punto de vista de ese lector es el que me gustaría recuperar para mí mismo en una especie de deseo utópíco: volver a leer los libros de los escritores argentinos con el placer natural u original de la lectura, ese placer con el que a veces leo por ejemplo alguna novela alemana y no tengo mucha idea sobre tradiciones, canones, debates y sobre todo de quiénes son hoy, más allá de las traducciones, los escritores alemanes.
         
* Estas notas tienen un deliberado carácter fragmentario, parcial y tentativo. No son afirmaciones, insisto, pero sí una forma de merodear alrededor de algunas cuestiones que se discuten y siempre se han discutido cuando se habla de literatura argentina.

* Por ejemplo: ¿por qué se ha pretendido y se pretende  borrar del mapa a Julio Cortázar? ¿Por qué ciertas cátedras se han negado a incluir a Cortázar durante años casi como una sentencia o han delegado en sus docentes hacerlo? ¿Por qué los escritores y críticos que no aceptan participar acá en mesas redondas y menos en mesas redondas dedicadas a analizar la figura y la obra de Cortázar lo primero que hacen cuando viajan a París, o a Madrid o a México para asistir a un congreso o festival es sentarse en una mesa redonda y hablar de Cortázar, aun cuando algunos traten de sacudirse la contradicción diciendo que el reconocimiento o no de Cortázar es uno de los grandes problemas de la literatura argentina?

* También: ¿quién es el gran escritor argentino del siglo XX, Borges o Arlt? ¿Y a quién se debe esta oposición crucial? No es suficiente aquí la posible respuesta de que el reconocimiento de Arlt no significa despreciar a Borges o viceversa. Ha habido y hay, desde David Viñas en adelante por lo menos, críticos que han optado por Arlt subordinando la obra de Borges como si se tratara de una rareza un poco inexplicable y otro poco apenas interesante. Otra respuesta retórica sería que no se trata necesariamente de una competencia acerca de la importancia de cada uno. Y esto podría ser cierto, pero no para la elaboración del canon o canones a través de los cuales se enseña la literatura argentina o un cierto cuerpo de escritores y obras. Si todo canon requiere de un centro (en el sentido desplegado por Harold Bloom) no es lo mismo que el centro esté ocupado por Borges o por Arlt o por Macedonio Fernández.

* Y en este punto: situar a Macedonio Fernández en el centro de algún canon sólo tendría sentido, me parece, si se tratara de un canon de la vanguardia. O de un canon o subcanon de obras y escritores excéntricos -es decir, alejados del centro convencional- y marcados por el espíritu crítico de las vanguardias. En este punto las cosas se complican ante otra pregunta: ¿quiénes podrían integrar ese canon en una tradición literaria que reconoce una mayor incomodidad y en consecuencia una mayor experimentación en la poesía antes que en la narrativa. Y por qué, además, los canones tienden a construirse con narradores antes que con poetas -incluyendo las consabidas excepciones desde Oliverio Girondo hasta Alejandra Pizarnik-. Por otro lado, ¿se podría hablar de una línea de vanguardia en el campo literario local en la que coexistieran Macedonio Fernández, Osvaldo Lamborghini y César Aira? No lo sé, pero es probable, aun cuando a César Aira le ha tocado la época de la desaparición o neutralización de las vanguardias. Mientras Macedonio Fernández opta por una deriva discontinua alrededor del vacío y de lo inútil o el sinsentido, Lamborghini se sumerge en una parodia transgresora y revulsiva casi siempre política, y Aira adopta el gesto de la indiferencia hacia su propia obra pretendiendo que el peor de sus infinitos libros es intercambiable con el mejor. Mientras tanto, si se forma parte del campo literario, se percibe con claridad que las tensiones observadas y otras persisten, y que en su seno se revuelve un incocultable malestar en la literatura.

Alan Pauls desprecia la figura de Cortázar y a su obra

* El malestar en la literatura es sin dudas más amplio de lo que intento esbozar en estas notas. Más allá del problema del lector y de la falta de identidad que promueve un mapita miope y arbitrario de la así llamada literatura argentina, en el seno de la corporación literaria los enfrentamientos que casi no llegan al público son a veces de una dureza desconcertante. O sólo comprensible como una estrategia para tratar de sobrevivir. Por ejemplo: se usa hablar de los escritores muertos para no hablar de los vivos. O ante la pregunta frecuente sobre qué está leyendo un escritor se usa decir: “En este momento estoy leyendo a Jonathan Franzen”. A veces se usan también, para sostener la extravagancia, aforismos contundentes: en el Prólogo a la primera edición de “Los sorias” (1998) de Alberto Laiseca dice Ricardo Piglia, uno de los grandes escritores contemporáneos: “”Los sorias” es la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde “Los siete locos””. Unas líneas más adelante, en el mismo Prólogo, Piglia desliza un comentario que parece escrito a propósito de esta crónica: “Quiero decir que el repertorio de lo que llamamos literatura argentina no forma parte del horizonte de Laiseca”.

* Se usa, también, seguir discutiendo (ya va para más veinte años) si se trata de contar historias o de hacer experimentos que no cuenten nada. En este punto algunos escritores extravagantes (no sólo Laiseca integra este cuadro) y otros que hacen alarde de cinismo despliegan en sus libros de qué se trata hoy: o inventan como Laiseca y Marcelo Cohen territorios panópticos o se empeñan en frivolizar temas de alta complejidad como la militancia de los ’70, la dictadura y los desaparecidos. La moda, respaldada por el liberalismo de derecha de la hoy columnista política de La Nación y ex profesora canonizadora de todos ellos, Beatriz Sarlo, consiste en pervertir lo políticamente correcto a través de un procedimiento marcado con fuerza por el cinismo y se lee sin tapujos en los libros de algunos otros autores de la generación del ’80: Martín Caparrós y Alan Pauls entre los más visibles.

* Y así se van produciendo olvidos inducidos y sanciones incomprensibles. Dos o tres ejemplos: ¿quién fue Héctor A. Murena en la llamada literatura argentina? Murena no sólo escribió en casi todos los géneros; también se le deben la difusión y/o traducción de pensadores como Jürgen Habermas, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Max Horkheimer y Walter Benjamin, a quien trasladó por primera vez al castellano. Otro: ¿qué fue de la llamada en España “generación perdida” cuando las cátedras acá parecen no haber advertido todavía que la perdieron: Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón y la obra narrativa de David Viñas? No se sabe. Como tampoco se sabe dónde quedaron los libros de notables escritores de los ’60 como Miguel Briante, Germán Rozenmacher o Néstor Sánchez.

* Otra operación de política literaria que perdió el rumbo fue la temprana canonización de Fogwill ratificada un poco más adelante con la reedición de “Los pichiciegos”, la primera novela que tomó como tema la guerra de las Malvinas. Fogwill fue básicamente un provocador que avanzó sin parar hacia una derecha cuasifascista y que escribió un conjunto de cuentos memorables y un puñado de novelas de interés relativo. Su ilimitada agresividad impuso para su figura la protección que inspira el miedo a ser agredido como lo hizo con la mayoría de los escritores argentinos que publican en Anagrama, la editorial de Jorge Herralde.

* Es también Piglia, en el mismo prólogo citado, quien mejor ha definido muchas de estas cuestiones. Dice: “La lógica de la guerra es la lógica de la literatura: nada de consenso, ni de diálogo, sólo la lucha de las poéticas, los valores se definen en el campo de batalla y de pronto alguien que es reconocido deja de serlo y otro, oscuro y casi imperceptible, pasa a la luz pública”. Pero no todo está resuelto en esta descripción prácticamente irrefutable de Ricardo Piglia.

* Como escritor hace años que dejaron de importarme los efectos que estas cuestiones han tenido y tienen todavía sobre mis libros. A lo largo del tiempo he escrito una obra con absoluta independencia y lejanía de esos arrebatos que apenas tienen como objeto la erección en ideólogos de algunos protagonistas, el dudoso poder de situar a Arlt por arriba o por abajo de Borges, y quemarles la cabeza a muchos estudiantes que entraron a Puan con la ilusión de escribir y salieron con una teoría acerca del mejor camino para no poder escribir una palabra. La independencia siempre se paga. Pero en mi caso fui un poco más adelante: me reí y me río de todas estas pequeñas miserias en una novela: “La máquina de escribir” (Seix Barral, 1996). La trascendencia o el olvido de mi obra se juega en otro escenario, no en este, a salvo del mal humor de la crítica contemporánea.

* Redondeando: estas notas han ido acumulando más afirmaciones de las que había imaginado. Y en algunos casos esas afirmaciones se presentan de un modo casi binario y, por lo tanto, inestables. Es el resultado, como suele decirse, del curso de los hechos y de una recopilación espontánea. Guillermo Martínez, un escritor reconocido en España por las mismas novelas que aquí le valen castigos diversos, dijo en 2005 en México y en su ensayo “Un ejercicio de esgrima” del mismo año: “La academia prefiere en general despreciar todas estas distinciones e imaginar un monstruo perfecto. El mercado es el Mal y la posición frente al mercado explicaría todo en la literatura argentina reciente”. Y al referirse a qué papel juegan los lectores frente a estos debates corporativos señaló: “Desde el banquito de la academia, los lectores, todos, son seres intelectualmente inferiores que no podrían apreciar ninguna literatura "riesgosa" y cuyas preferencias serán por definición, como parte del dogma académico, siempre equivocadas”.

Ricardo Piglia: una mirada ecuánime y reflexiones que suman

* David Viñas, desde la revista “Contorno” (1953-1959), fue uno de los primeros en encolumnar el rescate de Roberto Arlt en una operación que culminaría oponiéndolo a Borges. La izquierda intelectual de aquellos años encontraba entonces a su escritor insignia y Viñas no se preocupó demasiado por exlicar su desprecio por la obra de Borges: le alcanzó con decir que no le interesaba después de esgrimir un par de motivos teológicos (Borges creía en un dios precristiano y eso estaría en la base de su individualismo conservador...) que apenas tropezaron con la cáscara política del problema. Por otro lado, fue también Viñas quien embistió por primera vez contra Cortázar en “Literatura argentina y realidad política: de Sarmiento a Cortázar” (1970) con argumentos ya envejecidos, mucho más envejecidos que su pronóstico de que la literatura de Cortázar no tardaría en envejecer. Los cuentos de Julio Cortázar mantienen un esplendor que el sistema de ideas literarias de Viñas no ha conseguido oxidar en los lectores.

* Beatriz Sarlo ha sido para más de uno la mejor profesora de literatura argentina que pasó por la carrera de letras en Buenos Aires. Discípula de Viñas se declaró a la muerte del maestro su mejor alumna y es posible que haya sido también la peor: más dogmática, más ensañada, más gatillo fácil para la censura: de hecho es difícil encontrar en sus programas algún libro de Cortázar, a quien se atrevió a dar parcialmente en el año 2000 después de largos años de proscripción. En dos ocasiones señalé el caso Cortázar en Sarlo. La primera vez fue en 1994, en público y en presencia de ella. Lo aceptó diciendo que había confundido la literatura de Cortázar con los efectos que causaba la literatura de Cortázar. Un argumento que se muerde la cola pero en definitiva una aceptación. La segunda vez fue hace un par de años cuando la revista cultural de La Nación, ADN, tergiversó por completo el motivo de una entrevista que me hicieron y destacaron el mismo señalamiento. Sarlo me respondió en su blog que eran mentiras y que si pudiera me borraría restropectivamente de sus programas donde alguna vez me incluyó. Es decir, una confirmación de su vocación de censor que alcanzó también sin ir demasiado más lejos a Sabato, a Cortázar y a Soriano.

* A mí me parece que el escritor que mejor ha intentado  trabajar con muchos de los temas de estas notas es Piglia. Sus hipótesis no están a salvo tampoco de afirmaciones temerarias y de desvíos que a veces parecen caprichosos. Desde su reivindicación militante de Macedonio Fernández hasta su ya mencionada celebración de Laiseca. Sin embargo la relectura que hizo de los estilos de Arlt, Macedonio y Gombrowicz vino a redefinir las posibilidades de la novela argentina, del mismo modo que la reinterpretación de “El escritor argentino y la tradición” de Borges fue la base sobre la que puso en cuestión la existencia de una novela y, por extensión, de una literatura argentina. Al mismo tiempo hay en Piglia un camino más ecuánime que en otros y tiene a su favor el mérito de asumir sus contradicciones, como cuando sostuvo durante años que había que escribir de espaldas al mercado y giró después diciendo, alrededor de la publicación de “Plata quemada” (1997), que ahora le interesaba el mercado. Desde su Teoría de las tres vanguardias y sus Seminarios sobre la novela policial o la obra de Onetti pasando por las Tesis y Nuevas tesis sobre el cuento Piglia ha desplegado una encendida vocación docente, aquí y en la Universidad de Princeton (Estados Unidos), y ha difundido sus modos de leer la llamada tradición.

* Por fin, repito: cada día entiendo menos a qué le llamamos literatura argentina. Probablemente la cuestión no sólo no tenga una respuesta única e inequívoca. Pero me permito sospechar de las generalizaciones que no consiguen definir claramente el cuerpo al que se hará objeto de estudio. Como cuando se habla de literatura latinoamericana y se meten en la misma bolsa a escritores de México, Ecuador, Brasil, Chile, Perú y Argentina como si una especie de unidad poética bolivariana permitiese hablar en todos y en cada uno de los casos de lo mismo.

* Así que para decirlo con más transparencia aún, me declaro apenas un escritor emérito ya desentendido de los problemas de la literatura argentina, independiente y a salvo del falso fair play con que pretenden moverse la academia y sus acólitos, y un lector entusiasmado con algunas novelas de autores vernáculos. Pero no me pidan que establezca ningún vínculo entre ellos en función de la literatura argentina.

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