Flannery O'Connor (1925-1964)
Así
como he comenzado a pensar que en los diarios de escritores se encuentran
lecciones inesperadas pero inoxidables sobre el arte de narrar, también se me
viene ocurriendo que el cuento es un género que superará a la novela. Yo no soy un
buen cuentista y he tratado de disimularlo a lo largo de trece novelas.
Rescato, de todas maneras, mi último libro de relatos, Rosario Express, porque los cinco textos que reúne tienen algo,
quizás poco pero algo, de la condensación y la virtud que me parece que tienen
los grandes cuentos: los de Flannery O’Connor, por ejemplo, los de Hemingway y Faulkner;
y, por aquí nomás, los de Borges, Cortázar, Silvina Ocampo o Ricardo Piglia.
El
cuento literario -pensado para ser escrito, a diferencia del cuento que pasa de
voz en voz en la tradición oral- se remonta, dicen, como mínimo al Antiguo
Egipto y ha llegado hasta hoy en plena forma. La novela, en cambio, nacida con
el Quijote, y como una parodia, en
1605, se viene desdibujando y, ya casi sin aire, no son pocos los que creen que
está dando sus últimos pasos como género: cubrió poco más de cuatro siglos. Y
el cuento la
sobrevivirá. Se trata, quizás, de un problema de géneros.
Borges
dice en El arte de contar historias
-una de las seis conferencias dictadas en la Universidad de Harvard en 1968 y
reunidas en el libro Arte poética-
que toda narración cuenta dos historias; y da como ejemplos la Eneida de Virgilio, la Ilíada y la Odisea atribuidas a Homero, y los cuatro Evangelios. Borges dice
que en la historia de Troya se cuenta la aventura de Aquiles, que ataca una
ciudad que no conquistará porque morirá antes, y la historia de los hombres que
defienden la ciudad y saben que la guerra está perdida...
William Faulkner (1897-1962)
Piglia
trabaja con la misma idea y la primera tesis en su ensayo Tesis sobre el cuento es que un cuento siempre cuenta dos historias:
una visible y otra secreta. Y parte de un apunte en los cuadernos de Chejov: “Un
hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa, se
suicida”. La historia del suicidio, dice Piglia, sería narrada por Kafka en
primer plano y con toda la
naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida
jugada por el hombre esa noche, narrada de un modo elíptico y amenazador. Y
también desliza cómo escribirían ese cuento Hemingway y Borges. Estos
despliegues, agrego, se hacen también posibles en el hecho de que el apunte de
Chejov es ya, en sí mismo, un cuento.
Flannery O’Connor, que hizo esfuerzos de
claridad impagables para transmitirle a los estudiantes sus intuiciones ardientes
sobre el arte de contar cuentos dice: “La novela funciona mediante una
acumulación de detalles más lenta que el cuento. El cuento requiere procedimientos
más drásticos que la novela porque hay que realizar más en menos espacio. Los
detalles tienen que llevar un peso más inmediato” (Naturaleza y fin de la literatura). Y dice: “La narrativa es un
arte que exige la más celosa atención a la realidad, tanto si se escribe un
cuento naturalista como si se escribe uno fantástico. Quiero decir que siempre
empezamos con lo que constituye, o tiene, una evidente posibilidad de verdad.
Incluso cuando se escribe un relato fantástico, el punto de partida adecuado es
la realidad. Una
cosa es fantástica porque es tan real, tan real, que es fantástica” (El arte de escribir cuentos). Y Flannery
subraya la condición de veracidad que reclama cada historia, entendiendo ella
por veracidad lo que hoy llamamos verosimilitud.
Jorge Luis Borges (1899-1986)
“Casi todos los cuentos que he escrito
pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen
a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden
describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y
científico del siglo XVIII”, dice Cortázar en Algunos aspectos del cuento. Y coincidiendo a su manera con Flannery
O’Connor sobre el principio de realidad que debe atravesar el fantástico dice en Del cuento y sus alrededores: “Descubrir
en una nube el perfil de Beethoven sería inquietante si durara diez segundos
antes de deshilacharse y volverse fragata o paloma; su carácter fantástico sólo
se afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven siguiera alli mientras el
resto de las nubes se conduce con su desintecionado desorden sempiterno.”
Leer y/o escribir cuentos tiene las ventajas
de la corta y media distancia. El horizonte es visible o casi visible y la
digresión típica de la novela debe ajustarse a una proporción ejemplar. La
excelencia del cuento depende menos de sus temas que del virtuosismo de sus
procedimientos, que son los que lo instalan como indispensable. Y esta
conquista no es menor en una civilización lanzada hacia el vértigo, en un
presente que anuncia ya el fin del libro en papel, y en el reino sin fronteras
pero sin mucho espacio para los largos discursos que es el de la Web 2.0. En este punto
hay que animarse a pensar que el cuento es y será cápsulas de literatura
concentrada y de liberación lenta de sus efectos. Algo así como una
compensación, un oasis o un bálsamo.
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