El blog de Eterna Cadencia exhumó ayer un post sobre Fontanarrosa que escribí cuando se cumplieron cuatro años de la muerte del Negro. Ahora, mientras siguen los homenajes (ayer 19 de julio se cumplieron seis años y la ciudad de Rosario resolvió ponerle su nombre al Centro Cultural Bernardino Rivadavía) reproducimos también esa nota como un tributo.
* El Negro Fontanarrosa
vivió casi toda su vida en Alberdi, un barrio de casas y caserones junto al río
en el norte de Rosario. En la comisaría de avenida Alberdi estuvo preso por
jugar en la calle a los pistoleros con Crist. Los fue a sacar la madre del
Negro. Ellos eran grandes y tendrían que haber sabido que no estaban los tiempos
para jugar a nada. Un día Fontanarrosa se compró un Citröen 2CV color verde
manzana y aprendió a manejar solo por su barrio. Desde allá, desde la calle
Agrelo, venía entonces en auto, todos los días, y pasaba por mi librería.
Comenzaba así un recorrido de siete a diez cuadras, según, que lo llevaba a El
Cairo con paradas intermedias en la galería La Favorita: ahí trabajaban un
montón de amigas a las que el Negro visitaba siempre: Liliana Tinivella, Estela
Pomerantz, Laurita Borello, Liliana Vergara, Silvia Aiello y más. Pero nunca
después de la siete de la tarde Fontanarrosa llegaba al bar al que le fabricó
una leyenda.
* Mi
primera novela se llamaba Respiración
artificial. Yo vivía en Rosario, tenía una librería especializada
en literatura y psicoanálisis, y con alguna puntualidad viajaba de vez en
cuando a Buenos Aires. No recuerdo cómo nos habíamos conocido Ricardo Piglia y
yo. Pero lo cierto es que un día de 1973, en uno de esos viajes que casi
siempre tenían que ver con asuntos de la librería, una tarde me encontré con
Piglia en el La Paz. Le llevaba mi novela para que la leyera. Él dirigía la
Serie Negra de Tiempo Contemporáneo y planeaba comenzar a publicar algunos
libros argentinos. Era un día de sol, eso lo recuerdo. Y también el gesto de
perplejidad de Piglia cuando abrió la carpeta y vio el título de mi novela.
“Pero… -dijo, hizo una pausa y me miró-. Así se llama la novela que estoy
escribiendo”. Se sintió en la necesidad de darme pruebas. Y después me dijo que
mi novela ya estaba terminada y que el título era mío.
Volví a Rosario pateándome
las bolas. La tarde siguiente, cuando Fontanarrosa pasó por la librería, le
conté. El Negro había leído el libro. Le pregunté si se le ocurría un título.
Me dijo que lo iba a pensar. El día siguiente, a eso de las cinco de la tarde,
cuando pasó, me dijo: El agua en los
pulmones. Y a mí me volvió el alma al cuerpo. Mi novela salió a
finales de ese año; la de Piglia siete años después, en 1980.
Martini, Fontanarrosa y Gandolfo, ICI (hoy
CCE), circa 1990.
* Otro día, fiel a sus
costumbres, Fonatanarrosa pasó, charló con Silvia y con el Lulo, que trabajaban
en la librería Signos, miró algunos libros y, antes de seguir su camino, dibujó
con lápiz, en un papel pegado con scotch a un fichero, un hombrecito
desaforado. “Es un personaje -me dijo-. Se va a llamar Inodoro Pereyra”. No me
acuerdo ni qué decía ni para qué estaba el papelito en ese fichero. Sí me
acuerdo, en cambio, que no se me ocurrió guardar el primer personaje de
Fontanarrosa que vi.
Una tarde el Negro cayó con
una carpeta llena de hojas escritas a máquina. Me contó que después de dibujar
por las mañanas y de dormir la siesta no tenía nada que hacer hasta la hora de
venir para el centro. Entonces se había puesto a escribir. Fue el primer libro
de cuentos de Fontanarrosa. No quiso corregirlo (si había que hacerlo, me dijo,
que lo hiciera yo), se publicó en una editorial chiquita que teníamos,
Encuadre, y se llamó Fontanarrosa se
la cuenta. Años después el libro se reeditó como Los trenes matan a los autos.
Fuera del dibujo, antes o
después del dibujo, Fontanarrosa fue un cuentista extraordinario. Señalado
desde temprano por Elvio Gandolfo, por Fogwill, por Soriano, la obra literaria
del Negro, como suele suceder con los grandes escritores populares, se llenó de
lectores y recibió el silencio de la crítica culta. Pero a Fontanarrosa no le
importó. No quería eso y no sufrió por eso. En uno solo de sus libros, El mundo ha vivido equivocado (1982),
las pruebas son infalibles. En ese libro están, por ejemplo, el que le da
título al conjunto ySueño de barrio,
dos cuentos magníficos.
* Años después, otro
día de sol, fui yo el que pasó a ver al Negro Fontanarrosa. Ya no vivía en
Alberdi. Me esperaba en un departamento alto, en la avenida Belgrano, frente al
río. Las últimas veces que nos vimos nos vimos ahí. Yo viajaba con alguna
regularidad para eso. Y así fui viendo cómo una ELA (Esclerosis Lateral
Amiotrófica) le iba atrofiando los músculos y lo iba encerrando en sí mismo
como en la peor de las cárceles. Pero no dejó de dibujar, de imaginar los
chistes de cada día para Clarín y el guión de Inodoro Pereyra hasta que a cada
cosa le fue llegando el punto final.
Esa tarde de 2007, al
sol, en el balcón, frente al río, hablamos un rato largo. Hablamos de Rosario
Central, hablamos de un cuento que se le había ocurrido y hablamos de nuestros
hijos, Franco Fontanarrosa y Lía Martini, que hoy tienen 27 años y que fueron
amigos desde chicos. Enfrente, cerca de la isla, a unos 700 metros de
la ciudad, pasaba un barco chino, el Bum Chin. “Estaría bueno -dijo
Fontanarrosa- subirse a uno de esos barcos”. “¿Para qué?” El Negro me miró,
sonrió, volvió a mirar al Bum Chin, y no dijo nada.
hoy me tope con esta nota, qué buena. Un cuentista entrañable, un artículo bello. Y viceversa.
ResponderEliminarBella nota. Una crónica que está a la altura de las ficciones mejor escritas. Qué habrá visto Mendieta, me pregunto.
ResponderEliminarMaría Inés Mogaburu