46. Hermann II


   Pasó algún tiempo. Él nunca escuchó el mensaje que le había grabado la mujer apenas unos minutos después de la hora en que lo había citado para almorzar en Hermann. También, con el paso de los días, se fue olvidando de ella y del motivo o la excusa que le había dado para argumentar la propuesta. No se olvidaría, de todos modos, que había hecho referencia a una ex alumna. Una ex alumna de él.
   ¿Por qué no le había interesado nada o casi nada el llamado, la cita, el nombre de una chica que efectivamente había estudiado con él?
   No trató de encontrar una respuesta, o de encontrarla en seguida.
   Una noche, ya corría el mes de abril, no le dieron nada de ganas de hacerse algo de comer en su casa. Y pensó de inmediato en un matambrito al verdeo. No lo dudó. Agarró unos cuantos billetes que había sobre la mesa, una tarjeta de débito, se puso una campera liviana, de cuero, y se fue a Hermann.
   Era relativamente temprano y había poca gente. La mesa que da a Santa Fe, una sola, es una mesa muy requerida pero ahora está libre. Se sienta, saca de un bolsillo el celular y lee los títulos de El País en la edición impresa. Esta noche, esa mesa, la atiende Miguel, un mozo veterano en este restaurante que hace tres o cuatro años tuvo un problema delicado en una pierna y estuvo mucho tiempo sin trabajar. Un día volvió, con una pierna menos, piensa él, como si necesitara recordar que la cojera de Miguel se debe a una operación traumática.
   Entonces Sivori le pide a Miguel, en este momento, un matambrito al verdeo, un imperial, tostadas y aceite de oliva. Y el mozo se retira rumbo al mostrador, cojeando un poco, y con la certeza de que nada ha cambiado. Cada cliente es un mundo, pero un mundo de gustos acotados y casi inamovibles. Un mundo conocido, se podría decir, pero entonces el riesgo se abre sobre la intuición de que lo más probable es que no haya muchos mundos conocidos.

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Anexo

El autor (el autor siempre existe, digan lo que digan la deconstrucción y sus repetidores) ya ha utilizado el apellido Sivori. Lo hizo en su última novela, "Cine", un libro en tres partes. En papel: Eterna Cadencia, 2009, 2010 y 2011. También en eBook: www.bajalibros.com
En este caso Sivori no es exactamente Sivori pero no está mal que sea Sivori. Nos sirve que viva donde vive, que sea director de cine independiente y docente, y un hombre que vive solo y que se siente bien viviendo solo.

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   Mientras espera la comida, esta noche, deja de leer los diarios en el celular y la edición impresa de El País. Mira alrededor. Mira las otras mesas. Mira a la gente que a su vez mira los menúes, que hablan, que preguntan por los vinos... A él siempre le llama la atención el tipo que pide una botella de Norton Clásico y se lo hace servir para probarlo. Un Norton Clásico es un vino de rutina, humilde pero sano, que se deja tomar, pero que de ninguna manera tolera bien que lo caten. Esos catadores suelen ser los que quizás hicieron alguna vez un cursillo de sommelier y que no saben nada de vinos.

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Anexo

De todas maneras, cuando llegan las tostadas, la costumbre es más fuerte que los pensamientos a la deriva, de modo que prepara un poco de aceite de oliva con sal y sopa trocitos de miga tostados. Le gusta más la miga tostada que la parte de afuera del pan. El placer que esto le produce no es de una intensidad que no se cambia por nada pero es una buena introducción a su plato principal.

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   Entonces, por fin -de todos modos, no ha tardado mucho-, cuando Miguel le deja la fuente de metal con su bandeja en la mesa, el matambrito humeando y el olor -porque también queda el olor- de la cebolla de verdeo dando vueltas en el vapor que se levanta de la fuente, entonces, decíamos, justo en ese momento, un hombre joven, de pronto, se detiene junto a la mesa de Sivori, le dice Buenas noches y se sienta frente a él. Sivori se queda mirándolo, con la cuchara y el tenedor en las manos listas para servirse y con la contrariedad de que este episodio se produce en un momento crucial: justo cuando el matambrito al verdeo recién llegado a la mesa está a punto de servirse y de ser probado. Nada como el primer bocado para imaginar la calidad de toda la fuente: si la carne es tierna, si no está demasiado cocida, si las papas noisette están redonditas y calientes...
   Me llamo David Levin, dice el hombre que se ha sentado a la mesa de Sivori.
   Es un hombre joven, o un muchacho: 29, 30 años, ponele, y tiene una mirada arrogante. Usa una remera amarilla y un saco negro, es rubio, con el pelo largo y lacio, y un mechón le cae sobre la frente. No sólo es arrogante, piensa Sivori, también es un poco pedante y demasiado educado. Piensa que a pesar de su aspecto el muchacho puede ser abogado, por ejemplo, o hijo de un juez. Eso: hijo de un juez.
   Él resuelve servirse un poco de matambrito, papas y salsa y empezar a comer. No es lo mismo que hacerlo cuando está solo pero hay un placer que le produce el matambrito al verdeo en los primeros bocados que parecería repetirse en este momento con la exactitud de siempre.
   Me llamo Daniel Levin y sé que hace unos días a usted le dieron una cita para almorzar acá y que lo dejaron plantado.
   Sivori deja el tenedor en el plato. Se limpia los labios con la servilleta, toma un par de tragos de cerveza, deposita el vaso sobre la mesa y mira a Daniel Levin.
   Después le dice:
   Nada de lo que quiera contarme me interesa.

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