Lausana, Suiza, 1904-París, Francia, 1980
Alejo Carpentier
Un renovador de la literatura latinoamericana en los años del llamado "Boom" su estilo, diferenciado del realismo mágico, fue llamado "Real maravilloso". En 1978 recibió el Premio Cervantes y donó el importe del galardón al Partido Comunista de Cuba. Entre sus numerosos libros se destacan "El reino de este mundo", "El camino de Santiago" y "El siglo de las luces".
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Los adjetivos son
las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo
natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal
depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les
hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando
se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan
cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo
que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas.
Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias
en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir
las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan
todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando
Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el
leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a
viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta,
servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de
sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de
sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro
a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por
instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían
del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus
modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.
El romanticismo,
cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo
arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico,
sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y
funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos,
aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas
latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos,
panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus
violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se
trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al
principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar
Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo,
lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente
la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de
época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto
adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal,
alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a
los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.
Así, los adjetivos
se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia
literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión,
aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y
sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal
autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los
oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.
Y la verdad es que
todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del
adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples,
directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan
preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el
Quijote.
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