260. Mujeres en un bar

 Ilustraciones de Roy Lichtenstein

* Llora. No intenta disimularlo. Tiene los ojos enrojecidos. Y las lágrimas caen, una detrás de otra, brillantes y traslúcidas. Mueve apenas la cabeza. Toma aire y sigue: habla en voz muy baja. Retuerce un pañuelito de papel entre los dedos. Los ojos castaños relucen. Habla y es evidente que marca algunas palabras, que enfatiza ciertos tonos, que baja más el tono de la voz y que propone algo. Es evidente que está proponiendo algo. El hombre no se mueve y no dice nada: tiene los pies cruzados abajo de la silla y los brazos cruzados sobre la mesa. El café se enfría en los dos pocillos. Él es un hombre joven y ella tiene esa edad rara que está entre los 27 y los 28 años. Es imposible verla llorar así, a ella, y no conmoverse. Y al mismo tiempo parece claro que ella no tiene razón. No, no tiene razón. Pero él debería disculparla.

* La mujer casi gorda pide un cortado mitad y mitad en jarrito y una medialuna de manteca. Después no sabe qué hacer. Hojea una o dos páginas de una revista que quedó sobre la mesa y la deja. Descuelga la cartera del respaldo de la silla y la abre. Busca algo. Revuelve en el interior de la cartera que es una copia de una cartera Louis Vuitton. Va sacando cosas: anteojos, una billetera, un bolígrafo, llaves, papelitos, el telefono celular. Cuando el mozo le sirve lo que pidió guarda todo apresuradamente en la cartera, rompe por un extremo un sobrecito de edulcorante y se lo vuelca entero al cortado. Muerde la medialuna y después se pasa la lengua por los dedos que quedaron pringados de almíbar. Mira alrededor para ver si alguien la vio. Y vuelve a morder la medialuna. Suena un celular. Recoge la cartera y se la lleva al oído izquierdo. Vuelve a dejarla colgada en el respaldo y levanta el jarrito. Antes de tomar el primer trago se pasa la lengua por los labios.


* Hablan las dos al mismo tiempo. La mayor tiene un chalequito negro y un pañuelo en el cuello, un pañuelo de gasa verde. La menor juguetea todo el tiempo con el cuello volcado del sweater de color gris con un par de trenzas y escucha. No dice nada. Escucha. La mayor habla con énfasis, dice cosas como que a ella ya nada la sorprende, que él siempre fue así, y que ella, la menor, en el fondo tiene la culpa de todo. Dice algo así, la mayor, y hunde nuevamente la cuchara en un trozo contundente de cheesecake. La menor se tapa la boca con el cuello del sweater. No quiere que la otra mujer vea que se ríe. La otra come un par de bocados más de torta. Cuando vuelve a hablar la menor se mira las uñas, entrecruza los dedos y levanta la mirada. Son ojos fríos en un rostro de labios apretados que quiere expresar hastío. La mujer mayor dice que los jóvenes de hoy no saben lo que hacen.


* Llega, se sienta en la primera mesa que encuentra libre, le echa un vistazo a un cartelito que anuncia las promos, lo hace a un lado, se sienta y controla el celular. Lo llevaba en la mano. Ahora lo abre. Es un slider. Un teléfono común, no un Smart ni un iPhone. Lee mensajes de texto. Uno. Dos. Tres. Contesta alguno. Escribe con los pulgares. Se muerde un poco los labios. Después mueve un brazo para llamar al mozo. Tiene el pelo de color rojo Henna. Saca otro teléfono de un bolsillo y llama. Cuando llega el mozo interrumpe lo que está diciendo y pide un tostado de jamón y queso, una Coca y un café muy liviano. En seguida corta la llamada. Después mira cómo su hijo se va comiendo el tostado. Ella dobla en pliegues finitos un sobre de azúcar vacío. Por último suena el teléfono por el que ella llamó antes. Mientras habla se pone de pie y camina por el pasillo entre las mesas. El chico agarra el otro celular y empieza a mandar mensajitos.

* Mira por la ventana. En la calle no pasa nada. La gente va y viene. El tránsito es denso. Hay sol, pero hace frío. La mujer tiene 45 o 46 años. Lleva un blazer, una camisa azul índigo, zapatos de tacos altos y, sobre otra silla, hay un abrigo y una netbook en su funda. La mujer habla. Es imposible escuchar qué dice. Frente a ella, un hombre de la misma edad la mira. Por un instante, la mira. Después, mientras la mujer sigue hablando, el hombre hace pasar otra vez las páginas del diario que lee. El gesto, en la cara de la mujer, se vuelve un poco crispado. Sus ojos se encienden. Pero todo hace pensar que sabe moderarse. Ella está vestida como una mujer que sabe moderarse. O que necesita hacer creer que lo sabe. Ella se levanta. Sale a la calle. Enciende un cigarrillo y fuma. No se puso el abrigo. Mira, desde afuera, al hombre sentado a su mesa. Tira el cigarrillo y vuelve al bar. Entonces el hombre se incorpora, deja algunos billetes sobre la mesa, besa a la mujer en los labios, sale y baja la escalera del subte. Ella se queda con las palabras en los labios. Mira a través de las ventanas. Y no lo puede creer.

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