Jorge Luis Borges y María Kodama
circa 1975
¿Estaba enamorado Borges de María Kodama? El testamento y las decisiones
que ha tomado Kodama desde 1986 sobre su obra han despertado polémicas y
desatado injurias como si ella se hubiese aprovechado de su vínculo con Borges
para actuar en provecho exclusivamente propio. Pero lo cierto es que en los
últimos 15 años de vida de Borges nadie lo atendió y cuidó como Kodama, y nadie
tuvo posibilidad de escuchar sus deseos como ella. Poco importa hoy entonces
que a alguien la parezca mal o bien que la obra de Borges pase mediante un
contrato de dos millones de euros de Emecé a Random House, que se reediten
libros que Borges no quiso reeditar en vida, o que siga enterrado en el
cementerio Plain Palais de Ginebra.
Cuando caminaban juntos, es decir casi siempre que Borges caminaba, era
él el que la llevaba del brazo. Y entonces era visible que el gesto de Borges,
antes que el de un
ciego, era el gesto de un compadrito: el gesto firme y orgulloso del hombre que
no sólo está con la mujer que quiere estar sino que dice Esta mujer es mía.
Desde que la conoció hasta el fin de sus días Borges hablaba para ella,
recitaba para ella y escribía para ella. No sólo le dio forma excelente a un
texto confesional y demasiado célebre (“El amenazado”, en El oro de los tigres, 1972): también le dedicó por lo menos cuatro
libros: Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados
(1985). La dedicatoria de La cifra,
bajo el título de “Inscripción”, es quizás una de las más bellas que se han
escrito nunca. Cito sólo las últimas líneas:
Como todos los actos del universo,
la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el
modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su
nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del
Oriente, cuánto Virgilio.
Borges llegó a Barcelona en abril de 1980 después de recibir en Madrid
el Premio Cervantes correspondiente a 1979. Pocos meses más adelante lo
recibiría Juan Carlos Onetti que acababa de publicar Dejemos hablar al viento,
la novela en la que se incendia Santa María. Borges llegó con Kodama y la editorial Bruguera
los hospedó en el hotel Princesa Sofía (después Reina Sofía): una suite con dos
dormitorios, rosas para María y la edición de la Prosa
Completa en dos tomos que acababa de salir. Se les había
alquilado para sus traslados y paseos un Mercedes con chofer y Borges debía dar
una conferencia en un ciclo organizado por la editorial en el que también
participaban Onetti, Arreola, Semprún, Calvino, Soriano, Valverde (traductor
del Ulises), Alberti, Sciascia y
otros. Borges no quiso descansar. Subió apenas unos minutos y bajó en seguida para
tomar un té. Sus primeras palabras entonces fueron: ¡Qué linda edición. Y que buena tipografía, bien legible! A veces
era difícil saber cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía con sentido del
humor o ironías.
Pero antes, a la salida del aeropuerto, ni bien nos acomodamos en el
asiento trasero del auto, Borges en el medio, María a la derecha y yo a la
izquierda, con las dos manos apoyadas en lo alto de su bastón, dijo: É arrivato il fascista Borges. No fui
capaz de decir una sola palabra. Se hizo un silencio breve. Y entonces María
Kodama me explicó que ese había sido el título del diario comunista italiano
L’Unitá, unos días atrás, cuando Borges llegó para recibir un premio. Y Borges
repitió: É arrivato il fascista Borges.
Estaba molesto, herido, y avergonzado.
Después del té salimos del hotel para dar un paseo corto por la Diagonal. En la
puerta había un grupo de argentinos y catalanes que lo esperaban. Uno de ellos
se le acercó, le dio un libro y le dijo: Borges,
soy un escritor argentino. Borges se detuvo, giró la cabeza y le contestó: ¡Que casualidad. Yo también!
Abril de 1980: Borges llega a
Barcelona
La
ceguera de Borges producía efectos inesperados: a veces uno se olvidaba que era
ciego; a veces no se podía dejar de pensar que lo era. Pero siempre daba la
impresión de que no le importaba nada, ser ciego, e incluso -en
ocasiones- que se sentía cómodo siéndolo, como si ser ciego fuese otro don que
lo libraba de algo indeseable. En algunas oportunidades la tentación era pensar
que, consciente de la grandeza de su obra, y ciego, sin ver, hablaba para la
historia: no miraba a nadie, la mirada parecía elevada hacia un punto
ligeramente por encima de su interlocutor o del público, al frente, y aferrado
al bastón o con los brazos apoyados en una mesa, hablaba. Borges no dejaba de
hablar. Citaba todo el tiempo poetas conocidos y desconocidos, relataba leyendas,
se detenía -siempre se detenía- en etimologías y apellidos. Jamás se detenía en
asuntos personales y sólo era decididamente irónico para hablar de algunos
libros o autores. Por otro lado, no era del todo cierto que se jactaba de lo
que había leído y no de lo que había escrito. Sabía que su obra era tan
original y trascendente que no necesitaba jactarse de ella ni escuchar
opiniones o elogios. En este punto Borges no necesitaba consuelo. Sí, es más
que probable, en la región más despoblada de su ser: la de los sentimientos.
Todas las veces que lo vi, todo el tiempo que compartimos en esos días, tuve un
miedo infinito de que me reprochara algo imperdonable: yo me había olvidado de
incluir “Evaristo Carriego” (1930) en la primera edición de su Prosa Completa que acababa de publicar Bruguera. No
sé cómo, pero me olvidé de ese libro liminar que, en “Las misas herejes”, su
tercer capítulo, dice:
Todo escritor empieza por un
concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él, no es una
expresión o una concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis
caras rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una
carátula, una falsa carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una
cursiva mayor, nueve o diez partes con una versal al principio, un índice de
materias, un ex libris con un relojito de arena y
con un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un
colofón interlineado y un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el
arte de escribir.
Pero no me lo reprochó. Porque no se dio cuenta o porque su discreción se lo
impidió. Nadie, por otro lado, nunca, allá o acá, me señaló la
ausencia. Y sólo
respiré con alivio cuando lo incluí en la segunda edición. En cualquier caso,
Borges no se tomaba demasiado en serio y podía permitirse entonces gestos
benovelentes o ironías también para consigo mismo: Existe una tradición nórdica -decía- que consiste en no darle el Premio
Nobel a Borges.
Las conferencias del ciclo que organizó Bruguera se daban en el auditorio de la
Alianza Francesa , un salón con capacidad para 500 personas. Ya
desde su paso por Madrid era palpable el interés que despertaba
escucharlo y la editorial solicitó para su charla el salón de actos de la
Universidad de Barcelona. Ese día 2.000 personas, estudiantes, profesores y
público en general lo llenaron. No cabía un alma más. Borges habló de
literatura, de poetas, citó a Hördelin, a Verlaine y a Samuel Johnson. Y habló
de política. Hizo una pausa después de hablar de Johnson, y entonces dijo: É arrivato il fascista Borges.
A continuación contó por qué L’Unitá lo había tratado así en Italia y declaró
con tono emocionado que cerca ya de su muerte él regresaba a las ideas de su
juventud, proclamó que detestaba todos los poderes, recordó los poemas de un
libro escrito a los 17 años, Los
himnos rojos, en el que elogiaba la Revolución de Octubre, y declaró su
renovada inclinación hacia el anarquismo. El salón de actos de la Universidad
de Barcelona explotó en una larga ovación y en un aplauso interminable. De
vuelta en Buenos Aires Borges hizo una declaración pública en la que se
retractó de sus declaraciones anteriores y manifestó su rechazo a la dictadura
de Videla. Sus palabras fueron reproducidas por el diario El País, en España, y
por otros diarios europeos.
Borges y Borges
La última noche de Borges en Barcelona fuimos a
comer a una reconocida parrilla argentina que, si no me equivoco, quedaba en la
Diagonal no muy lejos del Paseo de Gracia. Éramos, por suerte, muy pocos.
Borges, María Kodama, Onetti, Dolly Muhr, un ejecutivo de Bruguera, mi ex mujer
y yo. Onetti, en su charla en la
Alianza Francesa , había sido muy
duro con Borges por las declaraciones que había hecho sobre la junta militar en
Argentina y sobre Pinochet en Chile. Borges no había podido llegar a la charla
de Onetti. Pero Onetti fue a esta cena. Me tocó sentarme a la izquierda de
Borges. A su derecha, obvio, se sentó Kodama. Onetti se pasó toda la comida sin
hablar. Sólo escuchaba. Y si se trataba de escuchar, el único que seguía
hablando era Borges. Entonces vi cómo María Kodama cortaba en trozos pequeños
el jamón crudo que había pedido Borges y cómo Borges tanteaba el plato con la
mano derecha y se llevaba a la boca el jamón. Después comió un bife con papas
fritas, cortado puntualmente por Kodama. Y para terminar pidió un flan con
dulce de leche. Y hablaba, Borges, sin parar, de etimologías, de mitos
escandinavos y de costumbres de sociedades remotas. A la hora del café Borges y
Kodama protagonizaron un juego que parecía ensayado mil veces. Borges le pidió
a Kodama que recitara en finlandés y le prometió que si lo hacía él recitaría
después en inglés antiguo. Vi a Borges, de pronto, mientras conversábamos,
sacar de un bolsillo del saco un alicate típico y cortarse una uña debajo de la
mesa. Nadie se enteró. Él y Kodama recitaron, fueron cordiales y
simpáticos, y por último Onetti, sorpresivamente, se aproximó y le habló: Usted no sabe cómo me llamo yo,
le dijo con una sonrisa. Borges hizo como que lo miraba y se quedó callado un
instante con la boca apenas entreabierta. Después le contestó: Discúlpeme, pero creo recordar que sí. No -insistió Onetti-. Fijesé, mi segundo
apellido es Borges. Lo cual era rigurosamente cierto. Entonces Borges
también sonrió. Y le dijo a Onetti: Yo sabía que le había copiado algo a usted.
Si. Jorge. naciste ciego. Lo que describiste era tu mirada de ese mundo. Los nobel son terrícolas.... y vos no lo fuiste.
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