John Collier, Lady Godiva (1898)
* ¿Si yo
hubiera estado en Coventry hace mil años habría espiado el paso de Lady Godiva
para verla desnuda?
Solidaria con su pueblo, la mujer de
Leofric, conde de Chester y de Mercia y señor de Coventry, le pidió a su marido
que rebajara los impuestos que estaban asfixiando a sus vasallos. Leofric accedió
pero a condición de que ella se paseara desnuda, a caballo, por el pueblo. Ella
aceptó el reto y le pidió a la gente que se encerrara en sus casas para que no
la vieran pasar en esa condición.
El mito de Lady Godiva, inspirado
probablemente en un hecho real, dio también lugar a otra figura que se ancló en
el corazón de casi todas las culturas: un habitante de Coventry, el sastre Tom,
llamado desde entonces Peeping Tom, no resistió a la tentación y contempló el
paso desnudo de su señora. Aquel mirón pionero, inaugural, dio lugar a todos
los mirones del mundo pasando por supuesto por el voyeur francés. Peeping Tom,
se dice, perdió la vista en el mismo acto de contemplación enceguecido por un vengativo
rayo de luz...
Si yo hubiera estado allí habría hecho
lo mismo que el sastre de Coventry: hay cosas que no pueden dejar de mirarse.
Está en la naturaleza de las mujeres y de los hombres. Todos somos Peeping Tom,
o queremos serlo. Entonces habríamos comprobado también que los castigos
milagrosos no existen. Y que tampoco existe la desnudez. No existe,
en todo caso, la desnudez con la que Lady
Godiva consiguió el alivio impositivo de sus vasallos. Esa
desnudez no se contempla como desnudez, no hiere como la desnudez y tampoco
incita o excita como la desnudez.
La infracción, espiar en este caso,
transforma a veces la realidad en ficción y alimenta el alma de las leyendas,
de las cosas que son o no son ni fueron ciertas pero que operan como un
discurso moral. Se podría decir, incluso, que una impecable Mauren O’Hara
interpretando a Lady Godiva en una película de 1955 y cubierta por una interminable
cabellera que llegaba hasta las ancas del caballo, estaba más desnuda, más
visiblemente desnuda que la heroína de Coventry retratada en 1898 con infinita
admiración por el pintor inglés John Collier.
Thórarinn Leifsson, El traje del emperador (2004)
* ¿Es El traje nuevo del emperador un cuento para
chicos? Puede parecerlo. El danés Hans Christian Andersen lo publicó en 1837
incluido en el libro Cuentos de hadas para
niños. Su género, sin embargo, es el
de una fábula moral y, como tal, su mensaje se sitúa más allá
de todas las edades. Un par de embaucadores llegan a un país gobernado por un
emperador adicto a los vestidos y anuncian que ellos hacen trajes de seda y oro
que no pueden ver quienes no son aptos para sus responsabilidades o son
estúpidos. Obvio: el emperador les encarga uno. Y les paga generosos anticipos
y los llena de seda y oro para su vestido. De allí en más sus funcionarios de
confianza, primero, y el pueblo entero después, dirán, cuando el emperador
desfile un día de fiesta, que el vestido es magnífico. El propio emperador, que
no ve su vestido, no se atreve a confesarlo. Hasta que un chico exclama que el
emperador está desnudo.
La estupidez consiste en este relato
en sumarse a la ceguera general: nadie ve pero todos dicen que ven. La desnudez
del emperador se hace entonces invisible. Nadie repara ni en esa desnudez, ni
en la figura que excepcionalmente se les muestra sin ropas, ni en sus atributos.
Nadie, podría decirse, recordará al emperador desnudo.
La ficción se queda sin cuerpo. El
cuerpo esconde la desnudez en las causas que la producen. Las causas
se vuelven así la leyenda misma.
¿Qué ve y qué no ve la mirada? Podría
decirse: lo que está a la
vista. La condición de estas imágenes y relatos (Lady Godiva,
el traje del emperador, y la siguiente, el David de Miguel Ángel) no es la
desnudez sino la exhibición de lo invisible. En el arte la desnudez requiere de
la sexualidad para ocupar el primer plano, para saltar a los ojos, para fijarse
como una transgresión, o dos: la de la desnudez misma expuesta en su esencia
básica y la del observador que ya no es un voyeur, porque el voyeur espía y el
observador es constituido en sujeto de la escena que observa, contempla o mira,
voluntariamente o no.
Miguel Ángel, David (1501-1504)
* ¿Cuántos
años tenía David cuando mil años antes de la llegada del cristianismo se
enfrentó con Goliat, lo derribó con un golpe de suerte y le cortó la cabeza? El
Libro de Samuel en el Antiguo Testamento lo describe primero como un niño y
después como un muchacho rubio y apuesto.
Goliat, un guerrero filisteo de Gat
alzado contra el antiguo Reino de Israel medía dos metros noventa de altura, su
cota de malla pesaba casi sesenta kilos y su lanza de hierro siete. David lo
enfrenta desarmado: sólo lleva una honda que se volverá celebérrima cuando
consiga con ella, ese muchachito, estrellar un piedrazo en la frente de Goliat,
que caerá, y después cortarle la cabeza al gigante con su propia espada.
Miguel Ángel realizó su David casi por
obligación: exiliado de
Florencia y en la pobreza, aceptó el encargo y esculpió el
mármol de Carrara con cincel, sin maquetas de yeso y a pesar de numerosos
problemas que ofrecía la pieza original. Su escultura mide cinco metros y
diecisiete centímetros y está concebida para ser contemplada desde cualquier
ángulo. El David de Miguel
Ángel tiene la cabeza y las manos muy grandes, un sexo más bien pequeño y no
circuncidado a pesar de ser judío, músculos de atleta, y su pose es más la de
un joven sorprendido en un paseo bucólico que la de un guerrero a punto de
enfrentar a un gigante.
El David de Miguel Ángel está desnudo:
para ser representado así es que era un héroe de la Antigüedad clásica. Pero su
desnudez, más allá de la maestría con que muestra la tensión de músculos, venas
y tendones, no es relevante. O mejor: que el David de Miguel Ángel esté desnudo
no tiene ninguna importancia desde el punto de vista de la desnudez. Puede no
verse. Y de hecho casi no se ve. Ni siquiera el sexo del David llama, en reposo
como está, la atención.
La escultura, bien mirada, ni siquiera insinúa el combate que
está a punto de empezar. Como si Miguel Ángel hubiera puesto su maestría al
servicio exclusivo de la República de Florencia , que había elegido a David como símbolo.
La desnudez, otra vez, despojada de la
intensidad que le confiere la sexualidad parece adormecerse en las formas del
cuerpo sin poner de relieve nada más que su mansedumbre.
Es un tema muy interesante el de, parafraseando a John Berger, los modos de ver, la desnudez.
ResponderEliminarEn el caso de Lady Godiva creo que su desnudez incita, al menos a la mirada, no sólo de Tom Peeping, que no por nada justamente es sastre, está del lado del vestir la desnudez, aquí con su mirada vouyerista, sino de todos/as los que la pintaron, filmaron, pensaron, de algún modo la ficcionalizaron. En esa historia al menos dejan verse dos infracciones: la primera es la de Godiva que accede a una propuesta que juega con una cierta fuga del verosímil (una lady paseando desnuda en un espacio público, mitigada por el pacto); y la que se señala del sastre, que no resiste la tentación de mirar.
Son múltiples los modos de contemplar la desnudez y para mí, la desnudez de lady Godiva no sólo es significativa como gesto liberador de los vasallos sino que es también provocadora en esa figura femenina que, aunque parcialmente, se muestra.
Creo que en el cuadro de John Collier se contempla la desnudez. La mirada se detiene en ese gesto de cierto encorvamiento acompañado por el pelo, y la montura que oculta y en ese sugerir se exacerba el deseo de la contemplación, podría arriesgarse que es de un erotismo delicado, casi un atisbo. Mi mirada no se detiene primordialmente en el caballo o los edificios, sino que se queda prendada de esa figura luminosa, la textura de esa piel sobre ese manto colorado (color simbólico de la pasión), cómo encaja su cola en la montura, cómo sostiene el pelo y su brazo que oculta los senos. Una desnudez seductora.
Mi mirada sobre Mauren O’Hara interpretando a Lady Godiva según la fotografía o el fotograma que se trate pasa de una desnudez sugerida y un tanto pícara en cierta mirada a cámara a estar prácticamente vestida con el cabello, y su mirada al frente en gesto sufrido pone en un segundo plano su desnudez.
En El traje nuevo del emperador, si bien en esa fábula moral, se privilegia la moraleja creo interesante que la mirada que devela la desnudez es la de un niño (en el cuento/fábula). Qué notable que todo el relato gira en torno a la vista como sentido privilegiado: lo que se ve o no es el traje, pero en ningún momento aparece el tacto: ¿el emperador, además de estar ciego ha perdido también ese sentido? ¿no puede percibir ni siquiera el roce de tan maravillosas telas?
Las ilustraciones infantiles habitualmente figuran al emperador en calzoncillos, no suelen permitirse la centralidad de la desnudez del protagonista, de Thórarinn Leifsson que la exhibe de un modo paródico, grotesco. Aquí el modo de ver la desnudez inevitablemente pierde su faceta de seducción hedonista por el estilo pictórico cercano a la caricatura. (Comparte con el David de Miguel Angel la pequeñez del miembro, aquí aún más diminuto). Interesante que varios de los acompañantes evitan mirar esa desnudez.
El David de Miguel Angel, tan atiborrado de discursos que le llueven de la esfera de la historia del arte, mantiene, no obstante una desnudez que no deja quieta la mirada. De por sí, su ser mármol, enfría y pone distancia. Su tamaño (el de la escultura) resulta impactante. Aquí la desnudez de esas manos, por ejemplo, de una cierta desmedida llamen la atención de mi mirada. ¿Qué es lo que se invisibiliza? Tal vez todas esas palabras que recorren una obra tan célebre, que ponen su desnudo como un telón de fondo.