234. El escritor en el mercado (I)

Dante y Virgilio en el Infierno
(Eugène Delacroix, 1822)

   Es usual que a un escritor se le pregunte su opinión sobre las relaciones entre literatura y mercado, quizás porque a los periodistas no se le ocurren otras preguntas o porque de verdad no logran entenderlo. El tema, en rigor, no es simple y está atravesado, casi siempre, por confusiones y prejuicios.
   El más común de todos los prejuicios en esta cuestión es este: la buena literatura está en conflicto con el mercado. Y el mercado, en este caso, es algo así como un aparato deplorable.
   Pero la llamada buena literatura (se supone entonces que se habla de la literatura literaria) necesita del mercado y participa de sus leyes tanto como la llamada literatura comercial.
   Desde el primer momento, desde ese instante en que alguien escribe el primer cuento, la primera novela, el primer poema, debe tener en cuenta que una vez terminado su libro, si quiere que se lea, su próximo paso es entrar en el mercado.
   El mercado es el ámbito concreto, físico, material, en el que los libros circulan, se venden o no se venden, y configura progresivamente las relaciones de los autores con los mecanismos (muchas veces perversos) de este aparato.
   El mercado es un aparato comercial y cultural y hasta hoy no se ha inventado nada para zafar de él. Se hable de literatura literaria o de literatura comercial. Se hable de textos complejos o de textos accesibles. Se hable de obras de élite o de obras populistas.
   Demonizar el mercado es una ingenuidad. El mercado no es, para la literatura, ni bueno ni malo. O es tan bueno o tan malo como lo es para la economía cuando opta por la economía de mercado, economía de oferta y demanda se supone (mal) que no regulada.
   El mercado es necesario si el escritor desea que sus obras salgan en busca de lectores. Y es completamente innecesario si el escritor renuncia a la circulación de sus libros más allá del espacio de su familia y amigos.
   No es verdad que a los escritores literarios no les importen los lectores, no es verdad que escriban sólo para sí, ni es verdad que estén dispuestos a renunciar a casi todo cuando se trata de poner a salvo las condiciones de libertad y autonomía que requiere la escritura.
   Aira, Chejfec, Piglia, Guillermo Martínez, De Santis, Oloixarac o Ronsino están, todos, cada cual con sus características y resultados, en el mercado.
   Las vanguardias, desde el dadaismo y el surrealismo hasta el Nouvea Roman, pasando por escritores argentinos como Puig, Saer y Walsh siempre intervinieron en el mercado. Quizás el único que se mantuvo al margen o en los bordes fue Macedonio Fernández.
    En el mercado coexiste todo: lo bueno y lo malo, lo difícil y lo simple, la complejidad y el populismo. Las mesas de novedades de las librerías son el mejor reflejo de esto: la coexistencia en muy poco espacio de los autores venerados por cátedras, críticos y lectores iniciados con los que más venden y que suelen ser de los que se dice que no cuentan nada nuevo, que dan golpes de efecto y que ideológicamente se inscriben en las zonas más bajas de la baja cultura.
   Otra confusión generalizada es la que supone que, hartos de los rechazos que los originales sufren en las editoriales -las grandes y las chicas-, muchos autores buscan un camino alternativo y se pagan la edición de su libro. Sea cual sea la editorial alternativa elegida, incluidas las de tirajes  muy cortos, todas funcionan en el mercado. Y eso es el mercado. Lo grande y lo chico. Lo establecido y lo alternativo: el primer peso que se mueve o se desembolsa para fabricar un libro, en las condiciones que sea, es el primer paso en el mercado.
   Otra alternativa, instancia o tentación son los concursos. Los hay, como todas las cosas, grandes y chicos. Intrascendentes y consagratorios. Limpios o arreglados. Y para el escritor joven, para el autor de un primer libro que las editoriales no reciben o rechazan, pero que no quiere pagarse la edición de su obra, se levanta la tentación de los concursos.
   Hay una pregunta que se lee con frecuencia sobre todo en blogs: ¿Por qué los concursos grandes los ganan siempre escritores consagrados y nunca inéditos? La realidad no es exactamente así.
   Ángela Pradelli (2004), Betina González (2006) y Raquel Robles (2008) ganaron el Premio Clarín. A ninguna de ellas le sirvió para cambiar, sustancialmente, las relaciones que tenían con el mercado antes de ganar el premio. González y Robles eran desconocidas y/o inéditas, con lo cual, además, se borraba la sospecha de arreglos previos (este recelo se derivó de los premios Planeta, que en más de una ocasión fueron sospechados). En 2009 Clarín rompió con todas las supersticiones: el ganador fue Federico Jeanmaire, no una escritora sino un escritor que, además, no trataba en su novela de un conflicto entre padres e hijas. Pero es sabido que en el área de la lengua castellana los premios mayores, organizados por editoriales (y a veces en colaboración con entes oficiales de diversos países), están apañados. ¿O alguien cree que Vargas Llosa (1993), Camilo José Cela (1998) o Fernando Savater (2008), entre muchos otros, se presentaron al Premio Planeta como cualquier hijo de vecino y los jurados quedaron con la boca abierta cuando abrieron los sobres.
   Este premio, y otros de renombre, tienen previsto incluso, según los casos, las podas al premio que se le ofrecen al ganador para pagar con esas podas los viajes por medio mundo para promocionar el premio obtenido.

1 comentario:

  1. http://www.ernestomallo.com.ar8 de noviembre de 2013, 4:02

    Concuerdo, y, respecto de los premios, una reflexión tangueras:
    Sé del beso que se paga,
    sé del beso que se da.

    Premios como el Planeta o el Herralde, entre muchos otros, no son premios que se ganan, son premios que se dan y que forman parte de la operatoria de márketing de las editoriales. Una práctica desleal para con los ingenuos que se presentan de buena fe. Pero, de todos modos, es difícil que un tipo ingenuo sea un buen escritor.

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