° La máquina
de escribir, uno de los inventos relevantes del siglo XIX, apenas superó los
100 años de vida. Fue creada en 1868 y en 1873 Remington puso en el mercado el
primer modelo industrial. Un siglo y algunos días después las primeras PC y los
primeros procesadores de textos comenzaron a desplazarlas de las mesas de
trabajo. Aunque algunos escritores han seguido por un tiempo escribiendo a
mano, la máquina de escribir terminó con los manuscritos y la PC terminó con
los originales mecanografiados. El que por ahora es el final de este camino
representa una pérdida que hasta no hace mucho se consideró invalorable: el
original de una obra quedó atrás. En las copias que hoy imprimen las PC ya no
hay palabras tachadas, flechas, frases escritas con lápiz o con tinta. El
original es un archivo digital y deja de ser original en el mismo momento en
que el escritor borra el primer adjetivo de su novela. Hoy un libro es casi
siempre una copia impresa de uno o más archivos digitales o, directamente, la
copia de archivos que el escritor le manda a su editor por correo electrónico o
le entrega en un CD. Esa copia de un libro tiene algo de impersonal: el autor
no entrega nada de sí al editor: sólo archivos o copias iguales a todos y nunca
un original manuscrito ni mecanografiado que tan útiles y reveladores les
resultaron hasta hace 20 o 30 años a editores, investigadores y especialistas.
La pérdida de un original podía ser una tragedia: Malcolm Lowry perdió dos o
tres veces los originales de Bajo el
volcán y todas las veces volvió a escribir la novela entera. Hoy, si la
suerte no ha sido definitivamente atroz, algo completramente minúsculo como un
pendrive, por ejemplo, proporciona todas las nuevas copias que se necesiten.
° Tanta
facilidad para producir copias de los libros no tiene un correlato optimista en
el tratamiento que las editoriales le dan o no le dan a los originales que reciben. O los libros son
demasiados (y no faltó quien intentara demostrarlo: el poeta mexicano Gabriel Zaid
hizo su aporte en 1972 con Los demasiados
libros) o las editoriales son pocas y no dan abasto. Entre finales de los
’60 y principios de los ’70 del siglo pasado surgieron en Buenos Aires pequeñas
editoriales que fueron las encargadas de promover autores: Jorge Alvarez,
Galerna y Falbo publicaron libros de Manuel Puig, Juan José Saer y Miguel
Briante. Hoy las editoriales independientes (Beatriz Viterbo, Mansalva, Bajo la
luna, Adriana Hidalgo, Eterna
Cadencia , Entropía) dan alguna respuesta para los libros de
por lo menos dos nuevas generaciones de escritores que no encuentran o no
quieren lugares en los grupos corporativos. Pero el asunto, entonces, se ha
reformulado: ¿cómo llega un escritor con su primer libro a estas editoriales y
qué puede esperar?
° A las
llamadas grandes (en este momento Random House, Planeta o Alfaguara) se llega
por recomendación de escritores consagrados o que ya están en el catálogo y de
críticos reconocidos. El hueco es inexistente. De modo que un autor inédito que
consigue un contrato es una rigurosa excepción. En 2002 la todavía por entonces
Sudamericana tenía un cartel en su recepción de la calle Carlos Calvo
al 500 que decía No se reciben originales. En estos días lo
único que ha cambiado es que sacaron el cartel. Y cuando de todas maneras un
libro consigue vencer todos los obstáculos la fecha de publicación se parece a
una quimera: uno, dos, tres años, con suerte, suelen ser plazos habituales.
A las llamadas editoriales chicas se
llega por las mismas vías o como se puede. Empezaron recibiendo casi todo y a
casi todos y ahora tienen que hacer firuletes para no salpicar la fama de
accesibles y abiertas. Pero conviene no perder de vista que las editoriales
independientes también son pequeñas empresas con capacidades colmadas y límites
cada día más claros. Como las grandes, y como todas, casi todas tienen ya
planes de edición para este año y para el próximo, y una vez que establecen el
rumbo de sus catálogos los lugares se van cerrando. Jorge Herralde , que hizo
de Anagrama en España la más grande de las chicas o de las independientes decía
que el plan editorial se lo hacían los autores. Basta mirar su catálogo para
entender que si en 2011 estuviese previsto que Anagrama tendrá libros nuevos de
Ian McEwan, Tabucchi, Amélie Nothomb, Paul Auster, Siri Hustvedt, Baricco,
Julian Barnes, Amis, Yasmina Reza y Claudio Magris, por ejemplo, no habría
ninguna posibilidad de incorporar a un joven y brillante escritor ruso porque
el plan editorial estaría completo. No es este, todavía, el panorama de las
editoriales chicas, pero sí de las que van dejando de serlo, como Adriana
Hidalgo, que se despega de las tendencias experimentales y apuesta por Agamben,
Le Clézio, Copi, Di Benedetto o Guimaraes Rosa.
° Todas estas
cuestiones están en transición y habrá que esperar para que se normalicen: lo
que se juega son cuotas de participación en el mercado, sedimentación de
catálogos, definición del panorama de dos generaciones de escritores y confección
de protocolos que regulen las relaciones entre escritores y editores. También,
y quizás sea lo más concreto que se tiene a la vista, habrá que esperar los
desarrollos en la Web que ya producen una circulación de las obras inédita
hasta hace muy poco. Pero en algún sentido es como si todavía esperásemos que
las cosas se resolviesen en el marco de una ética que ya no existe, la ética de
los editores del siglo pasado. Y no es que hoy no la haya, pero es otra, y en
ocasiones no la entendemos o la entendemos demasiado bien y nos resulta por lo
menos antipática. No todos hoy son Siegfried Unseld, director durante muchos
años de la
influyente Suhrkamp Verlag y autor de un libro indispensable:
El autor y su editor (Taurus, 1985,
reeditado en 2004). Decía Unseld:
Los
autores, al decidirse por una editorial, lo hacen por su imagen y por su
editor. Esto significa que eligen:
1. Por el grupo de autores
cuyos libros publica la editorial.
2. Por la forma en que la
editorial presenta sus libros.
3. Por la persona del
editor, primer interlocutor del escritor y además responsable absoluto de los
puntos 1 y 2.
Es verdad que los motivos que hoy
llevan a un escritor con su primer libro a una editorial, la que sea, son
aleatorios y casi nada ambiciosos porque parte de la base de que hay algo roto
o un eslabón perdido en los vínculos que deberían relacionarlo con esa y con
todas las editoriales. Nadie lo está esperando. Y no sólo eso: es probable que
su oferta resulte inoportuna o indeseable. Entonces algunos autores pueden
incluso imaginar que su libro es malo o que no es literatura. Unseld, gracias a
una inteligencia templada en la práctica, escribió:
La
literatura es siempre lo que los escritores hacen de ella. Las tareas del
editor pueden haber cambiado ligeramente en los detalles del proceso de
comunicación, pero en el fondo siguen siendo las mismas: estar preparado para
recibir al autor, para aceptar la novedad que comporta su obra y contribuir a
su difusión.
° De todas
maneras, nadie está a salvo del error. André Gide le rechazó a Proust, en
Gallimard, Por el camino
de Swann, primer libro de En busca
del tiempo perdido; Jonathan Cape pretendía que Malcolm Lowry cortara y
corrigiera Bajo el volcán; Carlos
Barral le devolvió a García Márquez Cien
años de soledad; Simon & Schuster, y otras editoriales, se negaron a
publicar La conjura de los necios de
John Kennedy Toole que, convencido de que su novela era una obra maestra, se
suicidó. Más allá de la entidad que le demos a estos libros la historia dejó en
claro que, por motivos diversos, los editores se equivocaron. Por eso el
momento más temido por un editor que tiene sus planes editoriales completos
para los próximos dos años es recibir, por los motivos que sea, un nuevo
original. Y que ese original sea realmente bueno. En este caso, y aunque no
tenga ni un solo hueco, la obligación del editor es publicarlo. Pero no todos
lo hacen. Y así están las cosas.
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