A principios de abril de 2011,
recibí un mail desde la agencia literaria de
Carmen Balcells. Carles Álvarez Garriga y Aurora Bernárdez están
preparando una nueva edición corregida y ampliada de la correspondencia de
Julio Cortázar y Carles Álvarez me invitaba a incluir las cartas
que Cortázar me escribió. Le dije que sí con un estremecimiento. Innumerables
mudanzas nacionales y dos internacionales hicieron que perdiera más de una
biblioteca y que mis archivos, por llamarlos de alguna manera, se hayan convertido
en un motón de papeles y cosas metidos en cajas que no abría, en algunos casos,
desde que volví de Barcelona en 1984. La idea clara de que ahora tendría que
abrir esas cajas en busca de cartas me puso al borde del vértigo. Algo parecido
me pasó hace un tiempo cuando buscando una agenda en la que tenía anotado un
poema de Rilke incurrí en el acto temerario y desmedido de abrir una de esas
cajas. Traté de contar lo que me pasó en una crónica llamada Archivos.
Pero
lo había hecho. Y volví a hacerlo en busca de esas cartas. No voy a detenerme
en todas las otras cosas que encontré ahora. Abrí unas cuantas cajas y después
de revolver un poco volví a cerrarlas. La cantidad de cartas que buscaba era
considerable. No las de Cortázar, que creía recordar que no eran muchas, sino
la cantidad del conjunto. Después comprobaría que guardo unas 60 cartas de
Fontanarrosa recibidas entre 1976 y 1984 y más de 40 cartas de Osvaldo Soriano escritas
primero en Bruselas y después en París. Así que llegué por fin a la caja de las
cartas. Y cuando la abrí lo primero que pensé fue que a simple vista eran más
de las que yo creía; que se destacaban los sobres de Argentina, España y
Francia; y que estaba ante una especie de itinerario que hablaba, seguro, de la
amistad, de la política, de la literatura, del amor, del fútbol, de los
reproches y del exilio.
No
sólo estaban las cartas de Cortázar (que también eran más de las que creía),
las de Fontanarrosa y las de Soriano. Había más, unas cuantas más, y encontré cartas, por ejemplo, de Carlos Dámaso Martínez,
Beatriz Sarlo, Fogwill (que en algunos sobres le escribía a Juan Carlos Martini Deal),
Horacio Armani, José Pablo
Feinmann, Angélica Gorodischer, Rafael Ielpi, Hugo Diz y
Rafael Bielsa.
No
estaban en un orden riguroso pero las de un mismo remitente no habían quedado
demasiado lejos unas de otras, como si a la hora de guardarlas allí las hubiera
ordenado un poco. Entonces llegué, después, a un lote con cartas de Humberto
Costantini, Mempo Giardinelli, Tomás Eloy Martínez, Saúl Sosnowski, Oscar
Masotta, Carmen Balcells, Esther Tusquets, Jaime Salinas, Rosa Montero, Ugné
Karvelis, Severo Sarduy, Ariel Dorfman, César Fernández Moreno y Juan José
Saer.
Casi
al final, como si el azar o una premonición las hubieran reunido, encontré
también cartas de los escritores que hoy en España forman parte de la llamada generación perdida: Daniel Moyano,
Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón y David Viñas.
Me
sentí raro: al mismo tiempo abrumado y a salvo. Si se puede decir que pasé más
de 25 años sin acordarme de esas cartas también se puede decir que de algunas ya
no me acordaba. Pero allí estaban, como la sorpresa y la desolación. ¿Qué era
todo eso? ¿Una red de correspondencias que en algún momento había armado un
sistema de vínculos y en otro momento lo había desarmado? ¿Qué nos decíamos en
todas esas cartas? ¿Qué había de perdurable en ellas y qué de pasajero, de
provisorio, de circustancial? Nada como un exilio masivo para poner en
evidencia la intemperie.
En
aquellos años todavía quedaban papel de avión, sobres con los colores de origen
en los bordes, y estampillas. Había buzones y carteros. Cartas normales,
certificadas y expresos. Todo un aparato, en definitiva, que entraría de golpe,
a fines de los ’80, con el correo electrónico en particular y con la tecnología
en general, en su ocaso. Por eso las cartas, hoy, son antigüedades, muestras de
otro tiempo, soportes de géneros literarios en mutación… Tanto que uno, frente
a 600 o 700 cartas recibidas más de 25 años atrás, de repente es otro. Es
decir, no el que es hoy sino el otro que fue en otro momento. Alguien del que
se sabe casi todo y al mismo tiempo no se sabe casi nada.
¿Había,
hay, en todas esas cartas algo que hable de uno, ayer y hoy? ¿Algo que diga
algo de nosotros que haya llegado desde entonces hasta hoy? ¿Qué decían, que
dicen esas cartas? En este momento no puede dejar de decirse que eran, la
mayoría, cartas escritas en el exilio o en esos años. Afuera, los escritores
teníamos tres temas principales y los tres atravesados por la precariedad: la
necesidad de trabajar y de ganar el dinero necesario para sobrevivir; la
decisión final sobre adónde quedarse a vivir y durante cuánto tiempo; y el
deseo de seguir publicando nuestros libros. Este último punto estaba vinculado a
otro: ¿qué hacer con nuestro lenguaje argentino en otros países de lengua
castellana? Este punto llama la atención. Porque ya América Latina y España
habían leído casi todos los libros de los novelistas del boom, sin ir más
lejos, sin ninguna corrección porque nadie necesitaba traducción de la chingada, fregado o cojer. Pero era
como si en rigor se hablara del temor a perder, en la distancia, la lengua. Entonces
me fui a las últimas cartas que encontré, y en ellas comprobé que este asunto
estaba presente en todas.
David
Viñas, hablando de las pruebas de Hombres
de a caballo, decía en julio de 1980: Además, mi querido Martini (y no puedo menos
de declararlo) está el asunto de nuestros verbos, vesrres, lunfardos y demás
peculiaridades ríoplatenses: ¿qué pasará con los linotipistas primero y con los
correctores después? ¿Se academiza la cosa, se la agayega, se le pone almidón y
se la plancha? No sé. Como se dice por ahí: Una duda cruel, etc... (sic) ¿Qué forma habrá de poner un ojo alerta? De
que la cosa no nos resulte Arlt pasado por agua. Apenas si le transmito mi
inquietud. Y usted me entiende.
Héctor
Tizón, hablando sobre mi novela La vida
entera, escribía en junio de 1981: Es
curioso cómo el libro, escrito en España, para que se lea en cualquier parte,
conserva lo mejor, la esencia, de nuestra narrativa; y no me refiero,
obviamente, al tema, a lo que se cuenta, ni siquiera al ambiente, sino a cómo
está contado. Esto es también un aliciente para todos los que escribimos “desde
afuera”, y, quizá por esta razón -que me pesa- ponga tanto el acento en esto. (El
subrayado y las comillas son de Tizón).
Por
su parte también Daniel Moyano hablaba de esa novela en julio de 1981 con la inquietud
puesta en la tierra y el tiempo del destierro: Viejo: acabo de leer “La vida entera”. Me ha dejado pasmado. Tenés un
maravilloso instrumento de expresión. Un cordobés de allá diría: “lo hace
trapo”. Y al lector también. Me gustaría hablar largo y tendido con vos sobre
este libro. No sé cuándo ni dónde.”
Y
por último Antonio Di Benedetto, que al referirse a las pruebas de la antología Caballo en
el salitral, se explayaba en agosto de 1980: He procurado clarificar un tanto el vocabulario para el lector español,
sin dar la espalda a mi potencial lector argentino o latinoamericano. Con tal
criterio he sustituido algunas voces. Ejemplo: No “saco”, que aquí sugiere
“bolsa”, sino chaqueta, dicción que no es extraña al argentino, ¿verdad?, ni
podría ser acusada de españolísima o privativa de España.
Aunque yo invierto, en general, no
muchos argentinismos, al releer “As” tuve la inclinación de instalar, al final
del libro, por ese cuento y por una que otra palabra de otros, un vocabulario
de argentinismos y regionalismos. Desistí de hacerlo espontáneamente, por la
experiencia de que a mí me resulta causa de fastidio y distracción interrumpir
la lectura de una narración para acudir páginas adelante a la pesquisa del
significado muy preciso de alguna palabra. Más porque las escasas
manifestaciones de argentinismo y regionalismo (sic) que contienen estos cuentos me parece que resultan transitables en
cuanto se atiende al contexto.
Entre
1980 y 1981 Tizón, Moyano y Di Benedetto estaban en Madrid; Di Benedetto
viajaba desde ahí a Estados Unidos y a países latinoamericanos para dar
conferencias en universidades; y Viñas, antes de radicarse en México, pasó en
aquel tiempo una temporada en El Escorial. El más conocido en España era Di
Benedetto, que había publicado unos años antes Zama en la primera época de Alfaguara cuando la dirigía Jaime
Salinas. El 20 de abril de 2011, en una nota del diario El
País dedicada a la reedición en un volumen de Zama, El silenciero y Los suicidas en la editorial peninsular
El Aleph con prólogo de Juan
José Saer, el periodista Javier
Rodríguez Marcos vinculó a Di Benedetto con Viñas, Tizón y
Moyano. Di Benedetto y Moyano murieron relativamente jóvenes. Viñas a los 81
años. Y Tizón vive.
El periodista de El País no
tuvo vacilaciones metodológicas: los llamó, de entrada, la generación perdida.
* Esta crónica se publicó originalmente hace dos o tres años en el blog de Eterna Cadencia.